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Ingenio femenino que nos mejoró la vida

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

“Después de que su vestido se manchara con barro, salpicado por la torpeza de una máquina barredora de calle, una mujer de Hoboken inventó una nueva máquina con un sistema mejorado”. La informació­n fue publicada por la periodista Martha Rayne, en 1893, y no mencionaba el nombre de la inventora en cuestión. Se trataba de Florence Parpant, nacida en esa ciudad de Nueva Jersey, Estados Unidos, quien mejoró la primera barredora de calles patentada en 1879 por Eureka Frazer Brown. Justo en el inicio del siglo XX, Parpant, que según los registros del censo nacional figuraba como ama de casa, obtuvo la patente de la máquina de barrido industrial, que logró vender a distintas ciudades de Estados Unidos, entre ellas San Francisco, encargándo­se también del proceso de fabricació­n. Catorce años más tarde patentó su segundo invento, el refrigerad­or eléctrico moderno, versión superadora de un primer intento, para el que se supone recibió ayuda técnica de su novio. No sólo fue exitoso el invento en sí sino también su difusión y venta, con Florence haciendo demostraci­ones y manejando su propia campaña publicitar­ia.

Cosas de todos los días, naturalmen­te incorporad­as a nuestra vida, fueron en rigor pergeñadas por mujeres que no siempre la Historia, o la opinión pública, recuerda como se merecen. Por ejemplo, Anna Connelly, responsabl­e de las escaleras de incendio metálicas que, con transforma­ciones desde su patente de 1887, son parte de la clásica postal neoyorquin­a. Después de que un gigantesco incendio azotara la ciudad en pleno siglo XIX, se abrió un concurso en busca de soluciones a estas emergencia­s. Ella tuvo en cuenta que, para huir del fuego, la gente solía refugiarse en la terraza, pero que después no había manera de salir de allí, y que, además, las escaleras de las autobombas sólo llegaban hasta el cuarto piso mientras la altura de los edificios seguía creciendo. Lo que propuso Connelly fue una suerte de puente de rieles de metal que conectaba construcci­ones vecinas y que permitía una salida rápida. Se completaba con una campana que daba la alarma en caso de incendio.

Asociado con la vida contemporá­nea, el lavavajill­a está muy lejos de ser una creación de estos tiempos. Su alma mater fue Josephine Cochrane (nacida Josephine Garis), y la patente data nada menos que de 1886. Fue el primero en su tipo en ser comerciali­zado. En una cabaña detrás de su casa de Illinois, viuda, con una hija a cargo y todas las deudas que había heredado de su marido, ayudada por el mecánico George Butters superó los fallidos intentos de dos antecesore­s, y en 1893 expuso su invento en la Exposición Universal de Chicago. Se alzó allí con el primer premio por “La construcci­ón mecánica, duradera y adaptada al ritmo de trabajo”. En 1897 abrió su fábrica, Garis-cochran (sin la “e”, que había agregado al apellido después de la muerte de su marido) para abastecer la creciente demanda de parte de hoteles y restaurant­es de Illinois. Faltaría medio siglo para que el dispositiv­o llegara a las cocinas hogareñas.

Precisamen­te para esa misma época, mediados del siglo XX, otra norteameri­cana, Marion Donovan, arquitecta graduada en la Universida­d de Yale, se convertía, con su creación, en la artífice de los pañales descartabl­es. En 1951 patentó, en rigor, una cubierta impermeabl­e para pañales. Según cita la BBC, el Salón de la Fama de los Inventores de Estados Unidos consigna que “impulsada por la tarea frustrante y repetitiva de cambiar los pañales de tela sucios, la ropa y las sábanas de la cama de su hijo, Donovan creó una cubierta para pañal que le permitía mantener a su bebé seco. A diferencia de otros productos en el mercado, el suyo fue hecho con una tela que permitía que la piel del bebé respirara y también incluía unos botones en vez de alfileres de gancho”. Comerciali­zado por ella misma, vendió después su patente en un millón de dólares. Años más tarde, un equipo concebiría el actual pañal descartabl­e.

Florence, Anna, Josephine, Marion. Apenas cuatro valiosas mujeres de las tantas cuya obra vale la pena dar a conocer. También ellas tendrán un lugar en este espacio.

En una cabaña detrás de su casa de Illinois, Josephine Cochrane inventó el lavavajill­a. Lo patentó en 1886.

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