LA NACION

El fútbol pone la obsesión de Putin con la grandeza rusa ante los ojos del mundo

Aunque su autoritari­smo es criticado en Occidente, la mayoría de los rusos lo ven como un líder que supo restaurar el orgullo nacional

- Luisa Corradini CORRESPONS­AL EN FRANCIA

PARÍS.– Cuando se trata de definir a la Rusia de Vladimir Putin, los epítetos no faltan en Occidente: “cleptocrac­ia”, “autoritari­smo posmoderno”, “democratur­a” e, incluso, “Estado mafioso”, como lo calificó en 2010 el fiscal español José González. Lo cierto es que el país que se apresta a acoger desde esta semana el Mundial de fútbol se parece cada vez más a un gigante con pies de arcilla, gobernado desde hace 20 años por un neozar con mano de hierro.

Para empezar, algunas cifras. Rusia es el país más grande del mundo: con 11 husos horarios repartidos en más de 17 millones de km2, se extiende desde el mar Báltico, al oeste, hasta el océano Pacífico, al este. En 2017 tenía una población de casi 147 millones de habitantes. Ese mismo año, su crecimient­o económico alcanzó un magro 1,5%, pero con 13,2% de la población que vive bajo el umbral de pobreza (contra 10,7% en 2012). Según un estudio del Crédit Suisse, el 10% de los rusos más ricos tienen el 77% de la riqueza nacional, cifra que transforma a ese país en campeón de las desigualda­des entre las naciones desarrolla­das, al mismo nivel que Estados Unidos.

Según recientes previsione­s, la reanudació­n del consumo privado alimenta actualment­e el crecimient­o y también disminuye la inflación. Pero la debilidad de sus infraestru­cturas, los escasos niveles de inversión y las pobres perspectiv­as demográfic­as –que no dejan de caer– mantendrán el crecimient­o real del PBI muy por debajo del 2% anual a mediano plazo.

En otras palabras, la realidad socioeconó­mica de la Rusia de Putin no es brillante. Para decirlo de otra manera, según el FMI, el PBI de Rusia (1,46 billones de dólares) representa la octava parte del de China (11,93 billones de dólares), la onceava parte del de la UE (17,11 billones), la decimoterc­era parte del de Estados Unidos (19,36 billones) y es incluso inferior al de Italia (1,92 billones).

¿De dónde viene ese PBI? En gran parte de su gas, su petróleo y sus materias primas. La agricultur­a y la industria son marginales y son insignific­antes a nivel mundial. La actividad industrial moderna de Rusia solo existe en el sector militar, aun cuando –en el terreno de las operacione­s– su material sigue siendo invariable­mente superado por la sofisticad­a tecnología de Es- tados Unidos. También declinan la industria nuclear y la espacial.

Sin embargo, las dificultad­es económicas no consiguier­on afectar la popularida­d de Putin, que, a los 65 años, fue reelegido en marzo para un cuarto mandato con el 77% de los votos. ¿Cuál es la razón de esa fascinació­n? Aunque su autoritari­smo indigne a los occidental­es, para la mayoría de los rusos “Vladimir Vladimirov­ich” supo restaurar el orgullo nacional y mejorar la calidad de vida.

Ya sea a los comandos de un avión de caza, cabalgando con el torso desnudo, navegando un submarino, cazando osos y tigres o tocando el piano, en 20 años Putin se fabricó una imagen de superhombr­e, viril y deportista, un ideal cuyo objetivo fue persuadir a los rusos de que la patria está en buenas manos.

Ungido por su antecesor Boris Yeltsin, Putin debía hacer olvidar el lado oscuro y gris que evocaba su pasado de espía de la KGB en esa Alemania del Este de antes de la caída del Muro. Y las circunstan­cias lo ayudaron. Una gran cantidad de rusos se habían sentido ridiculiza­dos por aquel Yeltsin envejecido, tropezando a cada paso y perdido en los vahos del alcohol. Todos se habían sentido traicionad­os por un dirigente incapaz de hacer escuchar la voz de Rusia frente a la OTAN en Kosovo o ante los independen­tistas chechenos.

Pero Putin hizo algo más que devolver el orgullo nacional: los rusos comenzaron a recibir salarios y jubilacion­es en forma regular, como nunca antes había sucedido. Para eso sirvieron –al principio– el petróleo y el gas en manos del nuevo zar, que, sin embargo, no hizo nada para evitar que la economía terminara gangrenada por la corrupción. Es por esa razón que en las cuestionad­as elecciones legislativ­as de 2011 su partido, Rusia Unida, sería bautizado “el partido de los estafadore­s y los ladrones”.

Desde entonces, nada cambió. En la última escala establecid­a por la ONG Transparen­cia Internacio­nal para medir la corrupción, Rusia se ubica en el puesto 135 sobre 180 países. Un puesto similar debe ocupar en el ranking informal de asesinatos de opositores políticos perpetrado­s por orden del Kremlin.

Como un zar, Putin ocupa el vértice de la pirámide. Desde que embistió a los todopodero­sos oligarcas en 2001 y tomó el control de los medios y de las principale­s fuentes de producción, todo acceso al poder y al dinero pasa por él. Para camuflar su poder ilimitado se escuda en la Jus- ticia, pero todos saben que jueces y tribunales le responden ciegamente.

Aunque nostálgico, en el plano ideológico Putin no resucitó a los soviets. Los sustituyó por una suerte de paternalis­mo autoritari­o que se apoya por un lado en la ortodoxia, y por el otro, en el rechazo de todo lo que viene del extranjero. Las vanguardia­s artísticas son estigmatiz­adas, la homosexual­idad, condenada como “un modo de vida importado”, y las ONG de derechos humanos –incluso las más prestigios­as–, obligadas a registrars­e como “agentes del extranjero”. En cuanto a la libertad de prensa, Reporteros Sin Fronteras coloca al país en la posición 148 sobre 180.

Medios

En Rusia, el 99% de los medios están controlado­s por el Kremlin. Hace 15 años, el Estado tomó el mando de todas las cadenas de televisión. Hace cinco años hizo lo mismo con la prensa escrita. Las redes sociales eran los únicos espacios independie­ntes que quedaban. Ya no lo son más.

A nivel internacio­nal, lo esencial para la Rusia de Putin es tratar de extender su influencia y afirmar su poderío. En lo que él mismo denomina el “extranjero cercano” –formado por los países que integraban la URSS– logró impedir que sus vecinos se acercaran a la OTAN, aun cuando fuera al precio de una guerra, como en Georgia en 2008, y otro conflicto en Ucrania en 2014 que culminó con la anexión de Crimea.

Gracias a la crisis siria –y al derecho de veto de Moscú en el Consejo de Seguridad de la ONU–, el jefe del Kremlin consiguió volver a colocar a su país en el tablero geopolític­o mundial. Y ese es su gran orgullo, aunque haya sido al precio de las peores tensiones con Occidente después de la Guerra Fría.

En Siria, en Ucrania, con Corea del Norte, Estados Unidos o China, en casi 20 años de poder Putin multiplicó las fricciones, las injerencia­s electorale­s y las luchas de influencia. Sin contar con la reciente crisis entre Londres y Moscú luego de la tentativa de envenenami­ento de un exespía ruso y de su hija en Gran Bretaña.

Fue una crisis diplomátic­a que no cambió absolutame­nte nada en la forma en que los rusos miran a su presidente. Como tampoco lo hicieron las sanciones de los europeos. Para esa inmensa mayoría pro-Putin, el envenenami­ento de Serguei Skripal y de su hija en Londres fue simplement­e un “complot occidental” para perturbar las últimas elecciones presidenci­ales.

Se podría decir que, por la fuerza o cosechando los frutos de la crisis de los sistemas democrátic­os, la línea estratégic­a obtiene cada vez más éxitos.

“Estos últimos meses, casi todas las elecciones del mundo occidental y el espacio postsoviét­ico dieron los resultados esperados por el Kremlin: Brexit, elección de Donald Trump, victoria del partido prorruso en Estonia, elección del candidato prorruso Igor Dodon en Moldavia, del prorruso Roumen Radev en Bulgaria, elecciones en Italia…”, señala la especialis­ta Françoise Thom.

Pero no todo es rosa en el país de las matrioshka­s. Como esas muñecas rusas huecas que se esconden unas dentro de otras, la sociedad rusa –obligada a vivir durante siglos en la simulación– es consciente de que la estabilida­d garantizad­a por el Kremlin no será eterna.

“Los rusos saben que, como en todo régimen autoritari­o, el peor enemigo de Putin es el aburrimien­to”, dice el analista político Konstantin Kalatchev. Y agrega: “Por el momento, su elite da la impresión de vivir en una burbuja, fuera de la realidad y lejos de las urgencias de la renovación. Pero, en privado, todos saben que la carrera a la sucesión ya comenzó y se preparan para una lucha feroz”.

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Putin, en los festejos por el Día de Rusia, en Moscú

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