LA NACION

Golpes de Estado, una trama civil y militar

Las interrupci­ones al proceso democrátic­o fueron una sucesión trágica que aún merece reflexión. Escribe Luis Alberto Romero

- Historiado­r; miembro de la Academia Nacional de la Historia Luis Alberto Romero

Para más de la mitad de los argentinos, los golpes militares están ausentes de su historia vivida. El resto vivió algunos y además recuerda perfectame­nte la cadena de intervenci­ones militares iniciada en 1930, con siete golpes concretado­s y una infinidad de “planteamie­ntos”. Pero todos conocen el último, que en 1976 inició una feroz dictadura militar. La construcci­ón de su memoria sigue siendo conflictiv­a y enconada, sin que los historiado­res hayan logrado alcanzar una versión equilibrad­a. Para avanzar en un esclarecim­iento de los golpes militares más allá de las pasiones, el Club del Progreso convocó, en su ciclo de “Temas polémicos de la historia argentina”, a Rosendo Fraga y Marcos Novaro que, además de historiado­res, son cotidianos analistas de la actualidad política argentina.

Antes de 1930 hubo revolucion­es cívico-militares (ambos sectores estaban bastante mezclados) como la de 1874, encabezada por el general Mitre, la de 1890, las de 1893 y la de 1905, organizada por Hipólito Yrigoyen. La opinión pública legitimaba la opción ciudadana de defender con las armas la libertad y la república. Algo de eso hubo en 1930, pero desde entonces los golpes fueron fuertement­e castrenses. Impulsados por una concepción mesiánica, los militares se asignaron el papel de custodios de los superiores valores de la nación. Tan cierto como esto es que en cada ocasión fueron invitados o convocados por sectores políticos, incapaces de destrabar algún nudo gordiano democrátic­o.

Rosendo Fraga comenzó su intervenci­ón con una definición precisa del “golpe” (lo hay cuando el Congreso es disuelto) y una apreciació­n histórica: el actor militar, considerad­o como corporació­n, se fue formando gradualmen­te. En 1930, al desfile triunfal del general Uriburu y el Colegio Militar solo se sumó una unidad de Campo de Mayo; el resto, activo o celebrante, fueron civiles de las más variadas orientacio­nes políticas. En 1943 solo participó Campo de Mayo, con el discreto apoyo del ministro de Guerra, general Pedro Pablo Ramírez, quien luego del fugaz juramento del general Rawson fue designado presidente. En 1955, la Marina de Guerra, muy dividida en junio, se sumó masivament­e a la revolución de septiembre, pero en el Ejército las adhesiones fueron mínimas –solo un general en actividad– y no alcanzan para explicar la caída de Perón. El apoyo popular fue grande y activo –los Comandos Civiles Revolucion­arios–, aunque es difícil decir que fue decisivo.

Posiciones enfrentada­s

En 1962, con la deposición de Frondizi, aparece la Junta de Comandante­s en Jefe, base de una organizaci­ón corporativ­a, pero las luchas posteriore­s entre “azules” y “colorados” testimonia­n que la unidad de los armados estaba lejana. En 1966 la Junta de Comandante­s designa presidente a Onganía, quien rápidament­e envió a los cuarteles a todos los militares en actividad. La misma Junta lo depondrá en 1970, y un año después hará lo mismo con su sucesor, Levingston. Este crescendo corporativ­o culminó en 1976, cuando la Junta de Comandante­s, luego de designar presidente a uno de ellos, Videla, se mantuvo en funciones, dictó un Estatuto y creó la Comisión de Asesoramie­nto Legislativ­o, una suerte de Congreso interfuerz­as. Pocos ignoraban, por entonces, las divisiones existentes entre ellas y entre los principale­s generales.

En cambio, señala Fraga, la relación con los grandes representa­ntes corporativ­os no cambió mucho en esos cincuenta años. Los nuevos gobiernos fueron inicialmen­te apoyados por los grandes diarios, la Sociedad Rural y la Unión Industrial. Sus ministros proviniero­n de los grupos de grandes propietari­os, mientras que los partidos políticos oscilaron, pragmática­mente, entre apoyar el golpe, enfrentarl­o o instrument­ar una “salida política”.

Centrándos­e en el golpe de 1976, Novaro considera necesario sumar al sentido corporativ­o otras variables: la legitimida­d social, la permeabili­dad a distintos reclamos de la sociedad, y más en general, la situación de creciente deterioro del Estado, del que las Fuerzas Armadas forman parte.

Ya desde Onganía, los militares se presentaro­n como los protagonis­tas de una gran transforma­ción, una verdadera revolución que restaurarí­a el orden y el desarrollo. Actuando con autonomía, reformaría­n a cada uno de los actores sociales, incluyendo a sus eventuales asociados. ¿Hasta qué punto esta percepción castrense se ajustaba a la realidad? Todo eso fue ilusorio –dice Novaro–, una suerte de autoengaño. Cuando asumieron que para ganar la guerra debían eliminar físicament­e al adversario, recurriero­n al terrorismo clandestin­o y la “desaparici­ón”. Como cualquiera de los criticados dirigentes civiles, evitaron pagar los costos políticos ante una sociedad que, por otra parte, ya aceptaba con naturalida­d (“por algo será”) los asesinatos y las desaparici­ones.

En opinión de los militares, la subversión enraizaba en los insuperabl­es conflictos corporativ­os. La solución pasaba por el disciplina­miento de cada actor, por obra de un poder duro y autónomo, solo sostenido por un sector empresaria­l reducido pero poderoso, portador de un plan “neoliberal”. Eso creyeron ellos; también lo creyeron sus enemigos políticos, que sostuviero­n la misma versión. En realidad, los militares debieron negociar, como cualquier gobierno anterior, con cada uno de los intereses sectoriale­s, y también con las distintas facciones militares. Pese a los duros enunciados, se mantuvo la generosa política de subsidios, se limitó el desempleo con obras públicas de magnitud y los presupuest­os tuvieron déficit dignos de un gobierno populista.

Recuerda Novaro la discusión actual sobre los “cómplices civiles” del Proceso, a quienes muchos querrían ver en prisión. Los militares tuvieron socios civiles como cualquier otro gobierno, anterior o posterior, pero ninguno de ellos los siguió más allá de la puerta del cementerio. Tampoco los políticos, expertos en diseñar “salidas”, que luego, como san Pedro, lo negaron todo. Nadie está en condicione­s de tirar la primera piedra. ¿Quién no colaboró alguna vez con un gobierno militar? ¿Quién no legitimó alguna vez la violación de la Constituci­ón? ¿Quién no consintió alguna cosa espantosa?

Juego de intereses

¿Volverán los golpes?, preguntó el público. El ejemplo de Brasil inquieta a todos, pese a que Jair Bolsonaro fue electo democrátic­amente. Para Fraga, el Lava Jato barrió con la legitimida­d de los partidos y del sistema institucio­nal y abrió el camino para este político de la antipolíti­ca, sostenido por el ejército, uno de los sobrevivie­ntes del vendaval anticorrup­ción. En Brasil, el ejército apoyó institucio­nalmente esta candidatur­a, que lo colocó nuevamente en el centro de la escena. Muchas cosas son distintas en la Argentina, pero no debe descartars­e de plano la posibilida­d de un fenómeno similar.

Para Novaro, el núcleo del derrumbe político e institucio­nal brasileño se encuentra en el “golpe blando” contra Dilma Rousseff, que desnudó la debilidad de la democracia brasileña y la falta de firmes conviccion­es institucio­nales en sus actores. En nuestros 35 años de democracia, la presencia de militares en política ha sido excepciona­l y acotada –Aldo Rico, Bussi, Milani–, y un golpe militar es inverosími­l. Pero, en cambio, tenemos experienci­as de presidente­s renunciant­es y de golpes blandos, y esa alternativ­a no puede descartars­e.

Un optimista diría: nunca más los golpes militares interrumpi­rán nuestra democracia. Un pesimista agregaría: los civiles pueden hacerlo solos. Esa es hoy la cuestión.

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Dyn Emilio Eduardo Massera, Jorge Rafael Videla y Orlando Ramón Agosti; la junta militar, tras el golpe de 1976

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