Las palabras del encuentro: la aventura y el riesgo del diálogo
Conversar es estar dispuesto a transmitir mucho de uno mismo, incluso aquello que resulta contradictorio o doloroso
No dicen lo mismo ver y mirar, escuchar y oír. No se equivalen el alba y la aurora. Ni tampoco la charla y la conversación. El diccionario de la lengua, limitándome a este último caso, no pone empeño en diferenciar estos dos términos. Los da como variantes de una misma acción. Son sin embargo muy distintos los vínculos que promueven. No tienen el mismo alcance ni van en la misma dirección. Remiten a diferentes calidades de compromiso personal, de propósito y concepción del otro y de su papel en el intercambio que con él se entabla.
La charla no rehúye la ostentación, ni en su tono ni en su contenido. Nada tiene que preservar en la intimidad porque no la pone en juego. Predomina en ella el interés en hacerse oír más que en escuchar. Con frecuencia, las palabras de cada interlocutor colisionan con las demás, se superponen; lo que el otro dice opera, ante todo, como disparador de la opinión propia, del apremio en intervenir. En la charla en suma, más que de ir en busca de aquel cuyo parecer debería promover nuestra reflexión, se trata de hacerse oír, al precio que fuere, aunque no se nos escuche. En tal cosa consiste el ilusorio protagonismo de cada uno allí donde no se conversa.
La variedad de asuntos que solo se rozan y de inmediato se abandonan suele ser, en su ritmo, un auténtico aluvión. Rara vez ellos guardan relación entre sí y hasta pareciera que esa sucesión vertiginosa es un requisito de la charla. En ella no cuenta la recapitulación sobre lo dicho y son inusuales las preguntas que requieren mayor consideración.
Sin dejar de ser un desahogo, al igual que la charla, conversar es ante todo un arte de ejecución infrecuente y supone al menos dos rasgos característicos: saber escuchar y estar dispuesto a transmitir, a quien nos escucha, mucho de uno mismo, incluso mucho de contradictorio o doloroso y a veces en nada favorable a la propia autoestima.
Lo que nuestro tiempo suele denominar comunicación poco tiene que ver con tamaño compromiso. Estar “conectados” nada dice de lo que significa dialogar y mucho, en cambio, de una incontenible metamorfosis de lo subjetivo en maquinal. Tampoco “estar en contacto” significa estar más cerca de aquel a quien nos aproximamos. Escasa importancia tendría el hecho de que así sea si la relación con los demás no tendiera a reducirse, casi exclusivamente, a esa anémica concepción de lo cercano.
En la conversación no prepondera el canje de información sino su análisis. En ella escasean las novedades, si se las concibe como finalidad última del encuentro. Aun así y se diría que desde siempre, preferimos, al hablar, reducir la transmisión de lo que nos pasa al comentario de lo que pasa. La información que satura las redes devora el alma: es el cómplice dilecto de la charla.
Fui testigo involuntario de una conversación conmovedora en la que el silencio resultó ser el recurso donde se concentró casi todo lo que escuché y alcanzó tanto relieve o más que la palabra, cargado como estaba de tensión, de sugerencia, de intensidades de toda índole.
Frecuento desde hace años un mismo café los lunes. El otoño pasado ingresó allí una hermosa muchacha, más bien baja y de cabello castaño y corto. Al rato, lo hizo un hombre algo entrado en años, sólido y sombrío. Se dirigió a la mesa que ella ocupaba y se ubicó ante la muchacha sin saludarla. Se miraron larga y tristemente mientras él olvidaba su café.
Sentado a poca distancia, me recuerdo emocionado ante tanta transparencia. Para ellos, sin embargo, yo no estaba allí. Ni yo ni nadie.
No dejaban de mirarse, el silencio tenía el espesor de una piedra. Los ojos resumían todo: el dolor de un desencuentro irremontable, la indecible intensidad de lo vivido, la apremiante necesidad de una palabra que atenuara de algún modo la hondura de aquel tajo. Él la encontró:
–Nunca perdí tanto…
Ella bajó los ojos. Su voz se oyó apagada: –Ahora sé…
–¿Qué...?
–Quién soy…
–Tu pobreza…
Ella volvió a mirarlo, encendida. No quería discutir :
–Si preferís…
–¿Qué ganás quedándote con él?
– ... Él va a cambiar.
El hombre sorbió una gota de café tibio: –No sé cómo no me di cuenta.
–Yo también creí que todo iba a ser distinto. Él asintió apenas. No dijo nada más. Durante unos segundos, ella miró hacia la calle. Después se incorporó. Al pasar junto a él, su mano rozo el brazo del hombre. Y se perdió detrás de la puerta.
Él no se movió. Me miró de pronto, al cabo de un minuto o dos. Yo no pude apartar mis ojos de los suyos. Algo en mi expresión lo llevo a insinuar una sonrisa. ¿Qué me decía? ¿Se disculpaba? Después desapareció. No del café: dentro de sí mismo. Se absorbió. Fui yo el que se fue de allí.
Donde la charla se adueña de la palabra, el silencio que importa –un silencio como el que atravesó lo que escuche en esa ocasión– no tiene lugar. Lo que se dice solo conforma una sucesión de argumentos sin riesgo para nadie. Ni el dolor ni la auténtica alegría circulan por allí. Ese flujo inagotable podrá verse interrumpido por la hora o la fatiga pero no finaliza jamás.
Se charla poco menos que con cualquiera y en cualquier circunstancia. Pero no se conversa sino con quien nos resulta imprescindible y en un momento particular. Puesto que el encuentro con otro en una conversación nos fortalece íntimamente, resulta ser a la vez encuentro con uno mismo. Lo supo decir Montaigne al hablar de La Boétie. Y Agustín, desolado por la muerte de su mejor amigo.
Lo que define ejemplarmente una conversación no es el disfrute sino la intensidad. Si en ciertas ocasiones prepondera en ella el júbilo del encuentro, otras lo hace el sufrimiento impuesto por una dura verdad descubierta o reencontrada. Si se acepta que ese sea a veces el costo, siempre se ganará en una conversación.
En la charla lo problemático no deja de circular, pero se lo sobrevuela mediante un tratamiento que privilegia, a lo sumo, la insinuación; nunca el abordaje abierto, decidido. La superficie enturbia el fondo. Lo sofoca.
A veces, sin que nos lo propongamos, caemos en formas aparentes de conversación, en simulacros involuntarios de encuentro que no tardan en mostrar su inconsistencia. Me sucedió hace mucho con el mayor de mis hijos.
Desvelado, inquieto como yo empezaba a verlo, a merced de los primeros sacudones de la adolescencia, me pareció que debía acercarme a él y manifestarle mi deseo de ayudarlo.
Le dije una mañana de domingo que él era el primero de mis hijos en ingresar a la adolescencia y que yo no tenía experiencia para orientarlo, que estaba aprendiendo a su lado y que le pedía paciencia con mis desaciertos.
Él se mostró cabizbajo, evasivo, y sus dedos no dejaban de distenderse y contraerse en los bolsillos de su jean. Era evidente que yo lo había decepcionado y que solo había contribuido, con lo que le dije, a impacientarlo. No olvido su respuesta:
–Bueno, qué sé yo… Está bien, no sé… ¡pero apurate a aprender porque se me va a pasar la adolescencia!
Yo había procedido como si hablara con un amigo y no con un hijo. ¡Él necesitaba una palabra orientadora, comprensión, y yo le pedía que la tuviera conmigo!
Resulta por último más que saludable conversar con uno mismo. Suponer que hay algo delirante en esa práctica es subestimar nuestra complejidad. Creer que uno nada tiene que decirse es dejarse avasallar por ese espejismo que es la presunta transparencia del yo. No somos idénticos. Somos asimetría en busca de equilibrio. Los niños lo saben. Les encanta interrogarse cuando juegan. Y lo suelen hacer también los adultos cuando son capaces de aprender a desconocerse. ¿Cómo no preguntarnos, en un buen monólogo dialogado, si cabe llamarlo así, por todo lo que en nosotros reviste aparente sensatez y consistencia? ¿Qué es, sino interpelarse a sí mismo, lo que lleva a cabo Hamlet en ese memorable pasaje de la obra a la que da nombre? ¿No hay allí una auténtica conversación entre puntos de vista dispares complementarios y contradictorios, todos ellos representativos de él mismo?
En nada como en la conversación se advierte lo que tan certeramente apuntó Maurice Merleau-Ponty: que “la palabra es el exceso de nuestra existencia sobre el ser natural”. Donde la bestia no llega, allí está el hombre, el ser que habla. Somos ese excedente de la naturaleza que encontró en la palabra su posibilidad de ser. Claro que este mismo atributo que nos singulariza puede llegar a convertirse en hábito. Suele parecernos obvio disponer del lenguaje, operar con significados, tener opiniones, darle la espalda al enigma que encierra la posibilidad de contar con ese tesoro. Cuando en cambio no es así y el asombro se pronuncia, la necesidad de pensar desplaza a la costumbre. Y al fin la charla cede a la conversación.