Una tormenta de símbolos, un hombre, el rock y la intocable tradición del show de estadios
El recital estuvo pautado por las diferentes etapas de Roger Waters desde Pink Floyd hasta el presente; las viejas canciones sincronizadas con las visuales adquieren otra vigencia
Un mundo lleno de contradicciones. Roger Waters parece empeñado en mostrarnos con su música y sus espectáculos megalómanos que uno (él, nosotros, ellos) está hecho de pequeñas/grandes contradicciones. Ahí está Waters casi en el cierre de su show como parte de la gira “Us+Them” (Nosotros y ellos), con la mirada baja, sosteniendo en alto su celular, mientras la voz de León Gieco canta “La memoria”, luego de que el músico inglés recordara emocionado que minutos antes se había encontrado con madres de soldados caídos en la Guerra de Malvinas para una vez más darles su apoyo y colaborar en la identificación de los veinte cuerpos enterrados en las islas que aún no tienen nombre y apellido. Gieco, no casualmente el hombre que entregó su “Solo le pido a Dios” a la causa, no pudo, no quiso, no tuvo tiempo de subir al escenario para acompañarlo (Waters dijo que no lo encontró y de ahí el momento iPhone del show).
Los integrantes del grupo mapuche Puel Kona le agradecen a Waters la invitación para abrir su concierto en el Estadio Único de La Plata y también el mismo Waters, casi en el final de su set, pide apoyo para los pueblos originarios, y confiesa que no es sencillo ser europeo y dar la cara por la masacre perpetrada siglos atrás en estas tierras. Waters vive en un mundo (interior y exterior) lleno de contradicciones y lo sabe.
Por eso en esta gira “Us+Them”, que repasa su obra de principio a fin, se expone ante todos como una suerte de último show de estadios de la cultura rock del siglo XX. Con las pantallas gigantes de alta definición, los guiños estéticos a Pink Floyd (la imagen de las chimeneas del Battersea Power Station, un ícono floydeano, devenidas nave espacial a la Star Wars bien podría haber sido una portada de los años 70), la actitud declamatoria, un mensaje de resistencia, una virtuosa banda de nueve piezas y un hombre que a los 75 años sigue demostrándole al mundo que ha nacido para estar ahí arriba.
En esta cuarta visita al país (la primera desde aquel fenómeno popular que resultó ser su reinterpretación de The Wall, en 2012, con nueve conciertos en el estadio de River), la música se eleva por sobre el concepto. Como si se tratara de un compositor clásico, Waters reivindica su obra y su lugar en la historia de la música a través de una veintena de canciones de aquí y de allá, con el vuelo cósmico de The Dark Side of the Moon y el opresivo baile de The Wall, pero también con el discurso antibélico, anticorporativo, antirreligioso, que combate tanto a los medios de comunicación como a los político corruptos, que Waters materializó en su último álbum, Is This The Life We Really Want? Waters toca a Waters.
El espectáculo comienza con “Breathe” y “One of These Days”, marcando el terreno de manera inapelable, con el músico yendo y viniendo en el diapasón de su bajo marca registrada y recorriendo su pasado con sonido surround. Así pasan versiones ajustadas al original de “Time”, “The Great Gig in the Sky” y “Welcome to the Machine” y aquí no hay contradicción que valga. La música de Pink Floyd en su estado más progresivo hipnotiza a los cerca de 45.000 personas que agotaron las entradas del primero de los dos conciertos que dará el músico (el próximo será el sábado también en La Plata). Es la música la que manda, pero también ese sonido envolvente que desde siempre sonó en su cabeza y ahora más que nunca en la de todos los presentes y la teatralidad ampulosa que el artista esgrime con orgullo.
Entonces llega el momento de sus composiciones más recientes, en las que si bien las obsesiones siguen siendo las mismas que en su juventud, la manera de expresarlas se hace más cruda, más directa. Como si después de tantos años de metáforas sobre los peores males que aquejan a este mundo (la guerra y los políticos que ostentan el poder de turno) Waters necesitara ser más explícito por si alguno todavía no lo entendió. “Déjà Vu”, una tremenda versión de “The Last Refugee” y “Picture That” presentaron en sociedad su último álbum, antes de la seguidilla imbatible con la que cierra el primer acto: “Wish You Were Here”, “The Happiest Days of Our Lives” y el inoxidable “Another Brick in the Wall”, con la participación de un coro de chicos argentinos que parece reforzar en escena la contradicción de unos niños diciendo que no necesitan educación ni maestros oscurantistas mientras se esfuerzan por respetar la coreografía con los puños en alto.
Así, después de un largo intervalo, las luces vuelven a apagarse y las chimeneas inmortalizadas en la tapa de Animals comienzan a elevarse desde abajo de las pantallas, pero se extienden físicamente más allá, hasta casi tocar el techo del estadio en el truco más impactante de esta puesta monumental.
Es tiempo de “Dogs” y de “Pigs (Three Different Ones)”, con las guitarras de Dave Kilminster y Jonathan Wilson (más allá de su talento, ¿el parecido físico a un joven David Gilmour habrá tenido que ver en su inserción a la banda?) enfurecidas y el cerdo gigante que vuela sobre nuestras cabezas con la consigna “Sean humanos” hasta que es literalmente devorado y despedazado por el público que se encuentra en la frontera entre el campo vip y el “otro” campo para llevarse un souvenir de plástico a casa. Desde las pantallas, el blanco elegido por Waters en los últimos años, Donald Trump, aparece travestido, desnudo, “chanchificado”. Por si quedaba alguna duda, el eslogan se ilumina en lo alto: “Trump es un cerdo”.
Casi dos horas después del inicio, “Us+Them” nos recuerda la espectacularidad del sonido Floyd, mientras suena “Brain Damage” y “Eclipse”, con pirámide de láser sobre la multitud. Entonces sí, la presentación de la banda, el monólogo sobre Malvinas y la voz de Gieco que insiste en aquello de que todo está guardado en la memoria, sueño de la vida y de la historia.
El final será con “Comfortably Numb”, con Waters moviendo sus brazos de un lado hacia el otro, ofreciendo una relectura de uno de los temas insignia de The Wall. Confortablemente adormecidos, sí, puede ser, pero ya es tiempo de levantarse y resistir. ¿Contradictorio? Sí, pero a estas alturas del último show de rock de estadios del siglo XX, ¿a quién le importa?