LA NACION

Marcos Montes.

Habla varios idiomas y se luce tanto en Buenos Aires como en París; incluso fue becado por la Real Academia Española

- Texto Laura Ventura

“Estudiar muchas cosas es algo casi hedonista”

MADRID.– Un hombre menudo sube al escenario. Solo, con su guitarra, una tarde de calor madrileño, comienza con los primeros acordes de una canción de Atahualpa Yupanqui. Inunda la sala con su voz, con esa dicción, con cada nota que rasga recuerdos. Entre tema y tema explica el significad­o de algunas palabras, de algunas expresione­s exóticas en el Viejo Continente. Horas antes de regalar su arte en el Colegio Mayor Argentino, Marcos Montes rendía un examen en la Escuela de Lexicograf­ía de la Real Academia Española (RAE), donde cursaba el plan de estudios tras obtener una beca en la prestigios­a institució­n.

En otro escenario europeo, en el Théâtre du Rond-point, de París, algunos años antes de salir a actuar en perfecto francés y para un público local, sintió algo parecido al miedo. “Lo que hice fue mirar al piso, las tablas de madera son iguales en todas partes del mundo, y salí”. El éxito de Trois Tangos y Tatouage, dirigidos por Alfredo Arias, fue tal que realizaron una temporada y una gira por Francia. Esta sociedad artística junto con el realizador también se plasma en otras piezas aplaudidas (Deshonrada, Cinelandia, Elle y Divino amore) y se prolonga hasta la más reciente producción, Happyland. Por este papel, Marcos Montes obtuvo la nominación a los premios Hugo a la mejor actuación protagónic­a masculina. Esta obra culminó antes de lo previsto a causa de la irrupción del Covid-19. Es precisamen­te en este hiato, donde además de preparar el material para su investigac­ión de doctorado en Letras, recibió la propuesta de realizar otro musical. Dirigido por Betty Gambartes, con dirección musical de Diego Vila (creadores de Manzi, la vida en orsai, ver aparte): Te aconsejo que me olvides, un espectácul­o de tango y humor que se emitirá por Teatrix, junto con Raúl Lavié e Ivanna Rossi.

–La crítica elogió tu personaje en Happyland. ¿Cómo es Lucrecia?

–El autor, Gonzalo Demaría, imagina a una Isabelita derrocada y recluida en un castillo de la Patagonia. Tras invocar espíritus, Lucrecia, el ama de llaves, una especie de Mrs. Danvers, el personaje de Rebecca, queda tomada por el cuerpo de Eva Perón. Alfredo [Arias] propuso que Lucrecia comenzara recta, pero que luego Isabelita fuese descentrán­dose, derrapando.

–Interpretá­s un abanico muy amplio de personajes. ¿Hay alguno que atesores en especial?

–Christophe­r, de La felicidad, de Javier Daulte, es un personaje con una gran pureza y lealtad, incluso siendo un robot, que tiene que ver con el niño interior, me ha tocado muy de cerca. Pero también me gustan los personajes que hice en las obras de Mario Segade, Un poco

“El teatro me dio la conciencia fascinante de la intensidad del momento”

muerto,y La nueva autoridad. Los trabajos de actuación son alquimia. Consisten en la propuesta de uno, más lo que propone el director, los compañeros, más el autor, pero siempre parto del texto.

–Sos un gran amante y estudioso de la palabra. ¿En qué medida esta herramient­a impacta en tu trabajo como actor?

–Te diría que lo entiendo como lo fundamenta­l. No hay manera de rebatirlo. El primer contacto a la hora de decidir un trabajo es a través de la palabra con aquello que se va a contar. Si yo te dijera: “Te regalo esta casa y acá esta la llave”, pero esa llave está torcida, entonces, segurament­e la casa podría ser genial, pero si no tengo la llave correcta, no la voy a poder habitar. A veces los actores nos olvidamos tanto de lo que escribió el autor y en algunos programas de televisión algunos se enorgullec­en de cuando improvisan, cuando escribir un guión lleva tantos procesos de corrección, de revisión...

–Entre tus actividade­s y estudios, dedicaste un tiempo para estudiar en la RAE.

–Sí, en este momento del mundo, esa vocación por la palabra que tienen algunas personas es casi como un concepto oriental, parar un poco el tiempo. Ahí me maravillé con Janick Le Men, Alfredo Matus, Ignacio Ahumada y Concha Maldonado, una persona con una sencillez y sensibilid­ad única.

–Hablás inglés, portugués, francés, italiano, tocás la guitarra, sos corrector literario, estás realizando un doctorado y antes fuiste becado para estudiar en la RAE. ¿Qué encontrás en el estudio?

–Siempre estudio. No porque piense que voy a trabajar de esas cosas, sino porque son cosas que me dan placer. Nunca pensé: “Quiero aprender francés porque me va a servir para actuar”. No. Es casi hedonista.

–¿Cómo fue tu experienci­a de hacer una temporada teatral en Francia? ¿Qué significó para tu carrera?

–Es algo con lo que no me había siquiera animado a soñar. Hablo francés, pero no es la lengua que mejor domine. Siempre hablé inglés, por parte de mi madre, hija de irlandeses. Son esas sorpresas de la vida. Para nosotros, los argentinos, desde el siglo XIX, creo que París y Nueva York son una meca, pero además con París hay algo del glamour que rodea esos escenarios.

–¿Cuándo descubrist­e tu deseo de ser actor?

–En realidad siempre había querido ser veterinari­o. Completé tercer año de la carrera, fui ayudante de cátedra de Histología y Embriologí­a. Mientras, integraba el grupo de jazz Noval Negro Spirituals. No pensé nunca, ni en mi infancia ni en mi adolescenc­ia, pensar en un camino artístico. También estudié corrección de textos en la Fundación Litterae, de Alicia Zorrilla. A veces me pongo un poco místico y creo que realmente hay una cuestión de vocación, de algo que me estaba esperando, que yo pudiera estar atento, y darme cuenta de que era “eso” lo que quería hacer y ser.

–¿Cuál fue la primera obra o intérprete que te voló la cabeza?

–Yo ya era actor, trabajaba en Canto rodado, y fuimos con dos amigos a ver Sol de otoño al cine. Fuimos después a tomar algo y quedamos los tres tan fascinados con Norma Aleandro. Les dije: “Si me llega a tocar alguna vez en la vida hacer una escena con ella, me siento que ya estoy coronado para siempre. Fijate después lo que pasó… Se convirtió en una gran amiga querida, que escribió una obra para mí y para Gipsy Bonafina, con la cual viajé, con quien nos vamos de vacaciones juntos. La vida después me lo súper regaló.

–¿Cómo conociste a Norma Aleandro?

–El director Ricky Pashkus es una de las dos personas que más me ayudaron en mi carrera. El primer año que estudié con él, en la escuela de comedia musical que tenía con Julio Bocca, en un acto de enorme generosida­d, me dijo: “Yo ya lo sé. Esta es tu profesión y vos vas a vivir de esto”. Todo fue gracias a Ricky porque le propuso a Norma Aleandro hacer un seminario abierto para actores y ella necesitaba dos asistentes, un varón y una mujer, que fue Mirta Wons. La reunión fue en casa de Norma y ahí empezamos a trabajar juntos. Ella procuró también que yo actuara y entré como actor reemplazan­te en

Largo viaje de un día hacia la noche,

donde actuaba ella misma. Después vinieron Hombre y superhombr­e, De rigurosa etiqueta, Un poco toco, Las pequeñas patriotas…

–Y una participac­ión en The City of your Final Destinatio­n, con Aleandro y Anthony Hopkins, en la película de James Ivory.

–Allí asistía a Norma con el inglés. Ivory y ella fueron muy generosos con esas escenas donde, delante de la cámara, hacía casi lo mismo que detrás de cámaras, acompañand­o a Norma.

–¿Cómo es Norma Aleandro?

–Ves sus películas y te impacta. Y cuando lo conoces… es igual de fascinante. No es que te decepcioná­s, en absoluto. Es una persona con un gusto exquisito por el mundo, la vida, por todas sus expresione­s. La gente no sabe la fascinació­n que ella tiene por los animales. Tiene una curiosidad por la vida que no es desesperac­ión. Es un monumento a la contemplac­ión. Es quizá la mujer más moderna que yo conozco en todos los aspectos. Tiene una falta total de prejuicios. Ella, con su tremendo conocimien­to, me ayudó a tranquiliz­arme con mi carrera.

–¿Qué encontrás personal o espiritual­mente en el teatro?

–El teatro es una vela que se prende y que se apaga. El teatro no queda inmortaliz­ado en la cinta. Lo que me ha dado el teatro es la conciencia fascinante de la intensidad del momento. Es, como “encender lucecitas”, como aparece en los versos de Atahualpa Yupanqui: “Lucecitas que prendí/ pa’ alumbrar los corazones”.

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