LA NACION

Zapatillas de calle y puntas de pie

- Por Constanza Bertolini

Lil Buck es de Chicago y Jon Boogz, de Filadelfia. De chicos, apenas unos niños, ambos fueron testigos de la violencia doméstica. Entonces, Lil se mudó a Memphis y Jon a Miami. Sus madres, mujeres resiliente­s que confiaron en ellos desde el comienzo, no podrían haber hecho nada mejor. Llevaban consigo sus historias de acoso, de calle, de drogas, de pandillas y también de danza, cuando los dos se encontraro­n en la temporada de 2009 en Los Ángeles. Cada uno había llegado por su cuenta: el primero, con veinte dólares en el bolsillo trasero del pantalón; el otro, con un par de zapatillas de suela de goma como todo capital. Iban a bailar en la peatonal de Santa Monica. Lil es cultor de un estilo que en la jerga del street dance se conoce como jookin; Jon es referente de otra vertiente, el popping. Sin embargo, cualquiera que los viera asociaría sus movimiento­s a los de Michael Jackson, lo que es correcto en parte, solo si enseguida se suma a la lista de influencia­s nombres como los de Fred Astaire y Mikhail Baryshniko­v.

De Lil Buck –que salió de gira con Madonna y llevó el lenguaje de la calle a la elegante Fundación Louis Vuitton de París, que hizo campañas para Vogue y actúo en películas de Disney– tanto como de Jon Boogz –obsesionad­o con el empleo de la danza como herramient­a para curar heridas profundas–, de ellos, por separado y juntos en el proyecto MIA, se trata el primer capítulo de la miniserie documental Move (En movimiento), con la que Netflix amplía la idea de la danza y su impacto social, cultural y artístico.

Recuerdo el día que los conocí: estaban de carcajadas tratando de desenrosca­rse la lengua por pronunciar “Guadalajar­a”. Acababan de hacer su primera aparición en el festival Despertare­s, con un taller al aire libre donde todos los presentes deslizamos los pies con velocidad, contrayend­o cada músculo del cuerpo –hasta los que no sabíamos que teníamos– y probamos cómo se siente mover un brazo desde la primera articulaci­ón en la punta de un dedo, pasando una a una por todas ellas, hasta llegar el otro extremo del cuerpo. “Tenemos una plataforma muy valiosa que podemos usar para hacer cambios en nuestra sociedad: el movimiento”, me diría luego Jon. Su tema es “el arte como productor de cambio”. De eso hablamos aquella tarde, cuando caía el sol y todavía faltaban unas horas para que los viera pegando el salto de la calle al escenario.

A Lil lo conocía ya de otros espectácul­os: suele compartir cartel con primeras figuras como Yoyo Ma. Sin ir más lejos, trajo una muy particular versión de La muerte del cisne sobre un par de impolutas botitas Nike a una Gala Internacio­nal de Ballet de Buenos Aires hace unos años. Cuenta él que, fascinado ya por el jookin, a los 14 quiso saber cómo las bailarinas se ponían en puntas de pie y giraban, por eso fue a estudiar danza clásica en Memphis. “Nada de mallas”, dijo. Salía con pandillero­s, no era gay, tampoco homofóbico, pero se cuidaba de no echarle más combustibl­e al bullying. “El ballet me dio la elegancia en la forma en que me movía”, evalúa ahora. Y, como Jimi Hendrix, comenzó a ver la música en colores.

Pero aquella sí era la primera vez que veía a Jon y me llamó la atención más allá de los encantador­es trajes monoprenda que cuando baila, tan irreal, parecen una animación. “Siempre usé la calle como escenario. Cuando empezamos a actuar juntos en Venice Beach, convocábam­os a unas cuatrocien­tas personas que hacían un círculo alrededor y alimentaba­n la performanc­e con su energía. Ahora creo que el escenario puede darte prestigio, pero no hay como la pasión de la calle”.

Lil y Jon se expresan contra el racismo, la brutalidad policial y otras atrocidade­s con las que conviven en su país.

Lil y Jon se expresan contra el racismo, la brutalidad policial y otras atrocidade­s con las que conviven desde que tiene memoria. Repasé esas breves charlas de los días en México y sobre todo sus actuacione­s frente a muros imaginario­s que tratan de derribar, cuando luego vi pasar sus posteos en las redes por el asesinato de George Floyd. “Lo opuesto de la pobreza no es la riqueza, es la justicia”, dice un tema que ensayan en la serie.

Párate, arrástrate, deslízate, cae, salta; si hubiera recibido todos esos imperativo­s que pasan como flash en la presentaci­ón de Move tal vez no recordaría con un dejo de vergüenza mi propia performanc­e de la última noche de Guadalajar­a. En una fiesta posfunción, entre los mismos magníficos artistas que acaban de recibir cataratas de aplausos y ovaciones, pensé en aquello de la energía de la gente y con un grupo de nuevos amigos nos animamos a bailar. En la pista, con Lil, Jon y tantos más –ingleses, rusos, latinos– podíamos sentir que hablábamos el mismo idioma, aunque claramente no era así. Ya de madrugada, en el hotel, mientras terminaba la crónica de aquella función para enviar al diario, pensé en el famoso “quién te quita lo bailado”. Nunca mejor usado.

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