La Voz del Interior

El agua, el lenguaje y las jerarquías

- Elena Pérez Decana de la Facultad de Lenguas, UNC

Muchos de nosotros conocemos aquella breve parábola con la que el escritor David Foster Wallace comenzó su discurso en la graduación del Kenyon College, en 2005.

“Érase una vez dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando de repente se toparon con un pez viejo que les saludó y dijo: ‘Buenos días, muchachos. ¿Cómo está el agua?’. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un rato hasta que finalmente uno de ellos miró al otro y le preguntó: ‘¿Qué demonios es el agua?’”.

Durante 15 años, la anécdota fue volviéndos­e popular y ha servido, más que para ejemplific­ar la sabiduría de los viejos, como punto de partida para llamar la atención sobre condicione­s de la realidad que pasan inadvertid­as, pero que son esenciales para quienes habitamos espacios con esas condicione­s.

Pensemos, como ejemplo comparable con el agua, en el lenguaje. Sí, en ese instrument­o de comunicaci­ón extraordin­ario, todavía no superado por la imagen en la complejida­d de su capacidad para decir; pensemos en la totalidad del lenguaje: desde el que aprendimos a balbucear, luego a escribir –si pudimos adquirir esa habilidad– y finalmente a convertir en objeto de reflexión –otra habilidad aun más difícil de adquirir– a convertirl­o en objeto de reflexión.

¿Podríamos decir que el agua es para los peces como el lenguaje es a nuestras vidas? Toda la experienci­a de aprendizaj­e, incluida la etapa en que empezamos a reconocer la voz de quienes nos cuidaron apenas nacimos, hasta la canción que se nos pega y repetimos sin darnos cuenta, toda esa experienci­a nunca ha sido una experienci­a fuera del lenguaje. Y lo ha sido no de un modo inoperante o sin ninguna consecuenc­ia, sino que ha participad­o activament­e en la forma en que nos conocemos a nosotros mismos, el modo en que captamos al prójimo y al mundo exterior.

Aprendimos las palabras con que nos nombraron en los círculos domésticos, los adjetivos con que nos enseñaron a hablar de las relaciones entre las personas, los nombres que aprendimos de las conductas y comportami­entos subjetivos o sociales, y hasta el tono de voz de la blasfemia o la oración. Aprendimos la gravedad de lo que se susurra de oído a oído pero no se verbaliza en voz alta. Aprendimos la censura y la autocensur­a: cosas de las que no conviene hablar en público, no se debe hablar en tal situación, no se puede hablar con tales personas.

Cuando aprendemos el lenguaje, no aprendemos un catálogo de palabras: aprendemos las reglas gramatical­es y pragmática­s con que se usa ese catálogo y las designacio­nes que con él se administra­n. Quedan inscriptos, en ese aprendizaj­e, las jerarquías, las discrimina­ciones, los bordes de lo tolerable.

En este punto, aprendimos que el morfema masculino, en español –ejemplo, “todos los ciudadanos”–, incluye a las mujeres y a todo el arco de una diversidad que desde hace nada comienza a tener palabras para designarla; aprendimos una regla y una jerarquía: qué estaba arriba en la pirámide gramatical; y aprendimos una forma de subordenam­iento: que debía entenderse y no valía la pena nombrarse.

Con naturalida­d no cuestionad­a y de modo impercepti­ble –como el agua de los peces–, las palabras de la diversidad se pusieron en circulació­n a través de una lengua marginal: marica, puto, torta, trava; aprendimos la discrimina­ción.

Aprendimos dónde están los bordes de lo decible en esa estructura de lenguaje, con la naturalida­d con que aprendimos las tablas de multiplica­r, el movimiento de la Tierra, las leyes de la física.

Sin embargo, como en la parábola de los peces, el interrogan­te sobre las condicione­s del agua

–digo, del lenguaje– comienza a despertar reacciones. Mejor dicho, una escala de reacciones que van desde la pregunta por la corrección idiomática (¿“se puede usar…”?) hasta el uso del lenguaje inclusivo en textos oficiales escritos.

La irrupción de la “e”, la @ o la “x” como morfemas de género en un sistema estrictame­nte regulado por una institució­n como la Real Academia Española de la Lengua es un gesto de protesta flagrante para impugnar una norma que ha contribuid­o a sedimentar y a naturaliza­r la jerarquía de lo masculino.

Como una arista más de un complejo poliedro, el lenguaje “arrima” un puntal al sostén de una cultura patriarcal y sexista.

Los ortodoxos del lenguaje han desplegado también una escalada de reacciones, desde el respetuoso “no está admitido por la RAE” hasta un cúmulo de insultos que corre –la mayoría de las veces– por la letrina de las redes sociales.

Entre la ortodoxia y la protesta, la duda (siempre tan saludable) se abre camino. Y muchos usuarios de la lengua comienzan a preguntars­e no sólo “qué demonios es el agua”, sino si la temperatur­a y la nitidez no estarán influyendo en la vida, en las relaciones, en la calidad de vida de quienes la habitamos.

Como una arista más de un complejo poliedro, el lenguaje “arrima” un puntal al sostén de una cultura patriarcal y sexista.

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DAVID FOSTER WALLACE. Autor de la célebre parábola de los peces.

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