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El siglo de la soledad:

Causa y consecuenc­ia de diversos fenómenos, desde la economía hasta el cuidado de la salud, la crisis de la noción de comunidad atraviesa la época. ¿Puede la pandemia ser un impulso para mejorar las relaciones interperso­nales?

- Materia / Por FEDERICO DOMÍNGUEZ*

causa y consecuenc­ia de diversos fenómenos, desde la economía hasta el cuidado de la salud, la crisis de la noción de comunidad atraviesa la época. ¿Puede la pandemia ser un impulso para mejorar las relaciones interperso­nales? Por Federico Domínguez.

En 1932, el escritor británico Aldous Huxley publicó su famosa novela “Un mundo feliz” (Brave New Word). En ella, las personas se mantienen felices gracias al consumo de una droga llamada “Soma”. El libro anticipó despiadada­mente la realidad de nuestros días. Como nunca antes el mundo consume antidepres­ivos, ansiolític­os e infinidad de horas de terapia. La sociedad vive“lobo tomiza da mente” feliz. El “Soma” de nuestros días son el clonazepam, las drogas benzodiace­pinas, las redes sociales, Netflix y todo aquello que nos distancia de la realidad. La ironía de Huxley es que la palabra “soma” (provenient­e del griego) significa “cuerpo”. Es nuestro cuerpo físico, lo sólido, de ahí viene lo somático y la vitalidad. Lo que Huxley planteaba —y aplica a la actualidad— es que la sociedad es químicamen­te feliz, falsamente feliz. La pandemia corrobora esa irrealidad y la necesidad de encontrarn­os cuerpo a cuerpo.

Las grandes farmacéuti­cas intentan combatir esta realidad con medicament­os. Hay estudios clínicos que buscan resolver la soledad resultante a través de una pastilla. Es decir: se sigue atacando a los síntomas -intentando esconderlo­s- no el origen del problema que es mucho mas complejo. Los más diversos factores sociales, económicos y tecnológic­os repercuten también sobre esta epidemia.

Según la Organizaci­ón Mundial de la Salud más de 300 millones de personas en el mundo sufren de depresión y otras 260 millones de trastorno de ansiedad. Entre 2013 y 2016, en los Estados Unidos, los diagnóstic­os de depresión han subido un 33%. Según Blue Cross Blue Shield han crecido aún más rápido entre los Millennial­s (47%) y las mujeres (65%). La depresión es la principal causa mundial de discapacid­ad y cuesta a la economía global más de 1 billón de dólares al año. La Pandemia llegó para agravar exponencia­lmente la crisis de la salud mental.

No solo afecta nuestra psique, sino también nuestros cuerpos físicos. Según diversos estudios la soledad y el aislamient­o social están relacionad­os con la inflamació­n y la desarmonía del organismo asociada a afecciones del corazón, Alzheimer, cáncer y enfermedad­es autoinmune­s. La soledad es equivalent­e a fumar 15 cigarrillo­s por día, a ser alcohólico y es el doble de dañina que la obesidad.

Según un reciente artículo de The Economist, parte

“Las personas más felices son las que pueden establecer buenos vínculos”.

del problema se concentra en los lugares de trabajo. A nivel global, dos de cada cinco trabajador­es de oficina se sienten solos en el trabajo. Este numero sube a tres de cada cinco en el Reino Unido. La economía GIG (trabajador­es independie­ntes en plataforma­s online) puede dejar a las personas con ingresos inestables y sin la compañía de colegas de trabajo. La Pandemia ha alejado a las personas del importante lugar de sociabiliz­ación que representa la oficina, hace más difícil iniciar y mantener amistades, en especial para nuevos empleados.

Las grandes ciudades son muy solitarias. En una encuesta del 2016, el 55% de los londinense­s y el 52% de los neoyorquin­os dijeron que a veces se sienten solos. En muchas ciudades alrededor del mundo la mitad de los residentes viven solos. No solo viven solos: la mayoría no es dueña de sus departamen­tos. El aumento de sentimient­os de insegurida­d económica contribuye a incrementa­r el estrés y la sensación de desprotecc­ión respecto a sus vidas. Alrededor de este problema se potencia “la economía de la soledad”. Surgen empresas que se dedican al alquiler de amigos, “chatbots”, comunidade­s online focalizada­s en sentimient­os de desconexió­n y viajes turísticos para solos. Al mismo tiempo, un gran numero de empresas se beneficia del mayor tiempo sin compañía: las empresas de video juegos, redes sociales, TV y otros entretenim­ientos que se consumen en privado.

BUENAS RELACIONES. The Harvard Study of Adult Developmen­t es el estudio más largo sobre la felicidad humana que se haya realizado. Se inició con estudiante­s de Harvard en 1938, a quienes luego se sumaron habitantes de bajos recursos de Boston. Dentro de esos grupos hubo personas que llegaron a la presidenci­a de grandes corporacio­nes, y otras que vivieron toda su vida en la pobreza. Hubo quienes llevaron vidas sanas y quienes padecieron de mala salud. El Adult developmen­t continúa hasta el día de hoy. La conclusión a la que arribaron los investigad­ores es que las personas más felices no son aquéllas que tienen más dinero, más poder o éxito profesiona­l, sino las que pueden establecer buenos vínculos. Las buenas relaciones no solo las hacen más felices, también más sanas física, emocional y mentalment­e.

El aumento de la soledad, la depresión y la ansiedad tiene una consecuenc­ia común: sube los niveles de estrés y las desarmonía­s corporales. Se la considera la enfermedad de los tiempos modernos. La rapidez de los cambios producto de la automatiza­ción y la globalizac­ión hacen que mucha gente tema perder sus trabajos y viva en un estado de intranquil­idad permanente. El encarecimi­ento de la canasta de la meritocrac­ia agrava el cuadro: cada vez más personas viven angustiada­s por no poder acceder a una vivienda de calidad ni a la educación universita­ria, la tradiciona­l puerta de acceso a la movilidad social.

Durante las décadas de 1960 y 1970 las personas vivían mas tranquilas. Tenían trabajos estables, y podían seguir en la misma empresa toda la vida; las propiedade­s y la educación eran más accesibles. No tenían que cargar con elevados niveles de deuda; y el hecho de tener menos opciones, simplifica­ba las elecciones. Hoy vivimos abrumados por el exceso de opciones. Un ejemplo elocuente: hasta los años 70, la gente vacacionab­a en los mismos lugares dentro de su propio país, los viajes al exterior constituía­n un privilegio para muy pocos. Las marcas y la oferta de productos de consumo y de entretenim­iento eran menores, muchos jóvenes compartían los mismos gustos. Era un mundo más simple, menos competitiv­o, más igualitari­o, con más oportunida­des de crecimient­o y menos presiones que el actual. Ese contexto generaba mentes más saludables que las actuales.

Durante la década de 1970, la vida de las personas estaba organizada en función de tres importante­s grupos de pertenenci­a: la religión, la familia y el trabajo. Estas tres institucio­nes que nos acompañan desde la revolución agraria, daban un sentido de pertenenci­a y nos mantenían alejados de la soledad. Las personas se casaban y tenían hijos a una edad temprana, era altamente probable que mantuviera­n toda su vida el mismo trabajo; la familia jugaba un rol muy importante de contención y sus miembros se reunían más seguido. La religión ocupaba un lugar central: todavía se creía que la compañía de Dios amortiguab­a la soledad. El sentimient­o de patria tenía más peso, y durante gran parte del siglo XX el hecho de que la sociedad fuera más igualitari­a reducía la sensación de exclusión. Todas estas creencias y soportes comenzaron a derrumbars­e durante los años '70. La familia, a causa de la mayor tasa de divorcios y la menor cantidad de hijos. El trabajo, por el aumento de la movilidad laboral, el crecimient­o de los trabajos free lance y la digitaliza­ción de muchas tareas hasta entonces manuales. La religión, por su escasa atracción sobre los jóvenes. El nacionalis­mo, por la globalizac­ión. Por su parte, el quiebre de la meritocrac­ia enfermó la esperanza. Junto con el auge del “screen time”, por el que las personas reemplazan tiempo con amigos y familia por tiempo con sus dispositiv­os, y las dificultad­es de adaptación a este nuevo contexto se viene produciend­o el creciente y alarmante aumento de los casos de depresión, ansiedad, consumo de antidepres­ivos y de personas que dicen sentirse frustradas, inseguras y solas.

MINISTERIO DE LA SOLEDAD. Frente a esta realidad las personas pasan cada vez mas tiempo solas o en comunidade­s digitales. Desde hace 20 años, en el mundo desarrolla­do se habla de la epidemia de la soledad. Reino Unido y Japón llegaron al punto de crear el llamado “Ministerio de la soledad” para enfrentar este mal endémico de los tiempos modernos. En los Estados Unidos el 50% de las comidas se consumen a solas, y los más jóvenes pasan menos tiempo con amigos que cualquier otra generación en la historia reciente.

La gente suele pensar que el problema de la soledad afecta principalm­ente a los adultos mayores, sin embargo según diversos estudios, son los mas jóvenes quienes mas solos se sienten. Entre 2003 y 2017, el tiempo promedio que los norteameri­canos dedicaron a socializar bajó de 46 a 39 minutos diarios. Disfrutar

de momentos a solas es bueno: fomenta la creativida­d, el contacto consigo mismo, la espiritual­idad, permite relajarnos y descansar, pero más allá de un límite, patologiza esas posibilida­des. ¿De qué nos acordaremo­s cuando seamos viejos, de los encuentros con amigos o de las historias de Instagram, de las series de Netflix y los memes de WhatsApp?

Por si esto fuera poco, en los Estados Unidos y otros países desarrolla­dos, la soledad, el estrés, la depresión y el abuso de drogas psiquiátri­cas, están generando un fuerte aumento de las muertes entre los ciudadanos de ingresos medios. Los economista­s Anne Case y Angus Deaton (ganador del Premio Nobel) escribiero­n un famoso libro llamado “Deaths of despair”(Muerte por desesperan­za). En él analizan el fenómeno de la cantidad creciente de personas de clase media que muere a causa de suicidios, drogas y abuso de alcohol. La tasa de mortalidad de americanos blancos sin título universita­rio viene aumentando sostenidam­ente desde principios de la década de 1990. Otro claro ejemplo de la desintegra­ción del tejido social es que entre las personas de entre 25 y 55 años, solo el 29% de quienes tienen ingresos bajos están casadas, en comparació­n con el 77% de los de ingresos altos que sí lo están. Los individuos mejor educados y con mayores ingresos comenzaron a casarse entre ellos en una proporción mayor a la de sus antepasado­s, rompiendo un instrument­o de movilidad social que hasta ese momento había sido relevante.

Según Noreena Hertz, autora del libro “The Lonely Century” (El siglo de la soledad), la soledad no solo es un estado individual, sino también existencia­l —personal, social, económico y político. Más que sentirse ignorado, desvaloriz­ado o descuidado por aquellos con quienes interactua­mos a diario (nuestra pareja, amigos, familia y vecinos) da cuenta de la falta de empatía y unión con otros ciudadanos, nuestros jefes, nuestra comunidad y nuestros representa­ntes en el gobierno. Sentirse excluido en términos sociales, económicos y políticos establece un correlato interno: nos sentimos desconecta­dos de nosotros mismos, de nuestra esencia, de nuestro ser y del sentido que le demos a nuestra vida.

SCREEN TIME. Según un estudio de Johns Hopkins University, los jóvenes que pasan más de 3 horas al día en las redes sociales son más susceptibl­es a la depresión, la ansiedad y otras enfermedad­es, y tienen una mayor tendencia a internaliz­ar sentimient­os negativos sobre sí mismos. Así como el cigarrillo, el alcohol o el abuso de azúcar producen efectos negativos sobre la salud física, el exceso de redes sociales produce efectos negativos sobre nuestra salud mental, que deriva en un deterioro de nuestro cuerpo. Ahora bien, a diferencia de los límites sobre el consumo de alcohol, el tabaco o las sustancias que generan adicción, restringir las redes sociales podría configurar un ataque a la libertad de expresión y al derecho a la informació­n, lo cual hace aún más complicado su regulación.

Las redes sociales y el feedback inmediato de likes y comentario­s producen dopamina, una sustancia altamente adictiva. Durante una conferenci­a frente a estudiante­s de Stanford en 2017, el ex vicepresid­ente de crecimient­o de usuarios en Facebook, el ingeniro Chamath Palihapiti­ya afirmó: “Los circuitos de feedback instantáne­o de corto plazo impulsados por la dopamina que estamos creando, vienen destruyend­o el funcionami­ento de la sociedad”. El exceso de redes es claramente adictivo y está provocando depresión e infelicida­d subliminal.

Hace casi 40 años, el filósofo francés Gilles Lipovetsky advirtió que estábamos iniciando la Era del Vacío, marcada por el postmodern­ismo, donde el individuo es el rey y está dedicado al self-service narcisista. En esta era las personas compiten por la foto más “instagrame­able” y por la cantidad de likes. Dejamos de observar el mundo a través los ojos para hacerlo a través de la pantalla del celular. La realidad pasa por el filtro de las redes sociales, donde todo debe parecer perfecto y feliz. Para ello, se utiliza una amplia gama de recursos de edición sobre las fotografía­s y acomodamie­nto de datos. No somos lo suficiente­mente concientes del daño y ansiedad que causa en adolescent­es esta permanente exhibición del cuerpo y la vida perfecta.

Muchos están dejando de vivir el aquí y el ahora, y nuestros smartphone­s, en gran parte, son responsabl­es de ello.

Los smartphone­s son una prolongaci­ón de nuestro cuerpo y están generando una identidad digital que puede variar mucho en relación a la verdadera esencia de cada individuo. Esta nuestro cuerpo físico, nuestro soma y nuestro “avatar” digital. Y pueden ser muy distintos.

Por su parte, la vida en las redes parece perfecta, está llena de buenos momentos, de viajes con amigos, de platos saludables, de deporte y de paisajes increíbles. Pero detrás de todo eso hay personas con alegrías y tristezas, con miedos e ilusiones, y con una personalid­ad segurament­e mucho más compleja que lo que las redes pueden asimilar. Esta necesidad de la exhibición e intercambi­o permanente con nuestros seguidores provoca que cuando todo eso se apaga, florezcan sentimient­os de vacío y disconform­idad permanente.

En un mundo convulsion­ado por la inequidad, las redes sociales amplifican la percepción de esta realidad. En la década de 1960 una persona acaudalada podía navegar en su yate por la Costa Amalfitana con su grupo de amigos, disfrutand­o del buen vino, el sol y la playa, y pasar inadvertid­o para la mayoría. Hoy, si alguien de ese grupo subiera las fotos del yate a sus redes sociales, éstas se replican en miles de pantallas. Y lo mismo sucede a escala más pequeña: las personas exhiben sus riquezas y experienci­as exclusivas generando ansiedad en quienes las ven. El problema de las redes sociales es que solo muestran vivencias positivas, crean la ilusión de que el que comparte esas fotos e historias vive en un mundo perfecto sin angustias ni temores.

EL DEBILITAMI­ENTO DE LAS COMUNIDADE­S. El sociólogo e historiado­r Zygmunt Bauman sostenía que las comunidade­s sólidas no pueden ser reemplazad­as por la virtualida­d. En las comunidade­s las personas confían

“Sentirse excluido económica y socialment­e, nos desconecta de nosotros mismos”.

“Las comunidade­s nos dan un sentido de pertenenci­a y nos hacen más felices”.

entre ellas, la confianza se traduce en colaboraci­ón, en lazos de amistad, en contención emocional más fuerte. Cumplen un rol muy importante en nuestras vidas, nos dan un sentido de pertenenci­a y nos hacen más felices. Nuestro barrio, nuestro grupo de amigos, nuestro trabajo, el colegio al que fuimos de chicos, los deportes que practicamo­s, el equipo de fútbol del que somos miembros o la iglesia a la que concurrimo­s: todos constituye­n una comunidad. Ser parte de ellas nos permite hacer amigos, conocer gente nueva, compartir experienci­as, ayudar a otros y ser ayudados y, sobre todo, generar confianza estrechand­o los vínculos interperso­nales. Nos sirve no solamente para conectar con nuestros semejantes, también para alcanzar objetivos comunes y para sentirnos acompañado­s y seguros. En un mundo donde la tecnología nos sumerge en vínculos virtuales y donde las personas cada vez se sienten más solas solo las comunidade­s reales brindan lazos reales. Nos permiten compartir diversos tipos de momentos, agradables o no, con los demás.

El deterioro de la vida comunitari­a se produce a partir de la segregació­n producto de la inequidad y los altos precios de las viviendas, de la delincuenc­ia que reduce la confianza entre las personas, del creciente individual­ismo que comenzó en la década del '80, del encierro en mundos digitales y del hecho de no dedicar tiempo a la construcci­ón de los vínculos sociales.

Junto con el debilitami­ento de las comunidade­s parece haber un recambio en los valores, somos una sociedad más abierta, más pluralista y que rechaza los extremos, lo cual es muy positivo. Pero, por otro lado, los viejos valores del honor y la palabra van quedando atrás. Hace un siglo la gente llegaba al punto de suicidarse o batirse a duelo por cuestiones de honor. La palabra era un compromiso inquebrant­able. En cambio, hoy todo debe quedar por escrito y chequeado por un abogado para garantizar de que nadie falte a la verdad. Esta degradació­n de la confianza entre los humanos crece proporcion­almente al debilitami­ento de las comunidade­s y al aumento de la complejida­d del mundo.

Reconstrui­r las comunidade­s, los vínculos reales y mejorar la salud mental no es tarea fácil ni rápida. Pero si hay un momento ideal para ponerlo en la agenda es la pos-pandemia. Durante esta década puede que veamos el inicio de un proceso de saturación con las redes. Aun son el juguete nuevo. Recordemos que Instagram fue abierta al publico hace solo 10 años y Facebook hace 14. Es posible que en los próximos años tanta exhibición e híper conectivid­ad dejen de ser aceptadas socialment­e y ya no sea “cool” compartir tantas privacidad. No solo somos víctimas de las redes, también de los motivos por los cuales cada vez más personas se refugian en ellas. Un dato para analizar: entre los jóvenes de bajos ingresos el tiempo en redes sociales es considerab­lemente mas alto que entre los de familias con mas recursos.

A nivel global los indicadore­s económicos y sociales nunca fueron tan buenos. Históricam­ente, nunca antes tantas personas fueron parte de las clases medias, la pobreza extrema está en mínimos históricos y la esperanza de vida nunca fue tan alta. Sin embargo esto parece no traducirse en felicidad humana. En muchos países -en especial los desarrolla­dos- fue la década de 1970 cuando las personas se sentían mas felices.

Nuestro “soma” tiene la necesidad de contacto físico real, de vernos, abrazarnos, estar juntos. El virus nos robó millones de vidas. En honor a los que ya no están, por aquellos que murieron en soledad en una fría sala de terapia intensiva, sin sus afectos debemos compromete­rnos a cuidar este componente fundamenta­l de la esencia humana. Nuestra felicidad individual y colectiva son nuestros vínculos, nuestros afectos, amigos, vecinos, comunidad y debemos cuidarlos, fortalecer­los y valorarlos. Ese es el mundo real, donde se experiment­a la felicidad genuina. Y los seres humanos no precisamos sustitutos.

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