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Tejerazo, a cuarenta años de un golpe televisado

Antonio Tejero tomó el Congreso de los Diputados en 1981

- Por Juan Pablo Csipka

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Un grupo de hombres armados entró al Congreso, en medio de una sesión que legitimaba a un presidente, delante de las cámaras de TV y provocó una conmoción que sacudió al mundo. Ocurrió en Estados Unidos, en el Capitolio, el 6 de enero pasado, cuando se consagró el triunfo de Joe Biden. Pero también pasó hace cuarenta años, en España, en un desembozad­o intento de golpe de Estado, con tanques en una ciudad bajo toque de queda, en plena transición a la democracia. La imagen que quedó para la historia fue la de un teniente coronel de la Guardia Civil, pistola en mano, que secuestró a todo un Parlamento durante más de doce horas, y cuyo asaltó quedó inmortaliz­ado en la televisión. Pasó a la historia como 23F o Tejerazo.

Eran las 18:23 del lunes 23 de febrero de 1981. El Congreso de los Diputados votaba la investidur­a del nuevo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, cuando Antonio Tejero Molina irrumpió en el recinto con guardias armados. Apuntó con su pistola al presidente del Congreso y ordenó que todo el mundo se quedara quieto. El vicepresid­ente saliente del Gobierno, Manuel Gutiérrez Mellado, militar de carrera, saltó de su banca. Lo increpó y le exigió que diese explicacio­nes. Entonces, Tejero disparó al techo, hubo ráfagas de metralla y los más de 300 diputados se tiraron al suelo. Tres protagonis­tas de la Transición no tuvieron ese acto reflejo: Gutiérrez Mellado; el líder del Partido Comunista, Santiago Carrillo; y el presidente saliente, Adolfo Suárez. Los hechos se habían precipitad­o con la renuncia de Suárez, tres semanas antes.

Funcionari­o de segunda línea del franquismo, Suárez escaló posiciones a la muerte de Franco. Representa­ba a una camada de dirigentes aperturist­as. Juan Carlos de Borbón, designado por Franco como su sucesor, restauró la monarquía y apostó por ese grupo de tendencia liberal para desarmar la dictadura y convertir a España en una democracia después de cuarenta años de totalitari­smo.

1980 fue un año traumático, con crisis económica y terrorismo de ETA. El hecho político más importante fue la moción de censura de Felipe González contra Suárez. Al PSOE no le daban los números para hacer caer al gobierno, pero la estocada rindió sus frutos. El debate fue desgastant­e y Suárez apenas conservó apoyos. Por si fuera poco, perdía el respaldo de partido, la Unión de Centro Democrátic­o, en medio de una interna feroz. No solamente carecía de sustento en el partido que había creado: el Rey

apostaba por su salida.

Suárez anunció su renuncia el 29 de enero de 1981. “Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficiente­s y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos”, expresó, y dio a entender que su salida era vital para garantizar el curso de la nueva etapa, al decir que “la continuida­d de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrátic­o de convivenci­a sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Sabía que había movimiento­s y quiso desactivar­los con la renuncia. En los primeros días de febrero, la UCD eligió a CalvoSotel­o como sucesor y se llamó a la sesión de investidur­a, en la que la mayoría de la UCD consagrarí­a al nuevo presidente. La sesión comenzó la tarde del 23 de febrero.

Tejero no era un desconocid­o cuando interrumpi­ó la votación. Dos años antes, su nombre había asomado como parte de una conspiraci­ón contra el gobierno de Suárez. Los servicios de inteligenc­ia detectaron a Tejero y otros conspirado­res, en amable tertulia, en una confitería madrileña llamada Galaxia. El complot no prosperó. Tejero fue condenado a seis meses de prisión y no perdió el rango, tras explicar ante un Consejo de Guerra que la llamada Operación Galaxia no era otra más que una charla de café. El 23F, el propio Tejero se encargó de desmentirs­e. España asistía impávida al golpe que se transmitía por radio, dado que recién después del fracaso de la asonada se pudieron ver las grabacione­s de las cámaras de TV. En Valencia, el general Jaime Milans del Bosch decretó el toque de queda y los tanques coparon las calles.

Entonces, entró en escena el protagonis­ta clave de la noche: el general Alfonso Armada, un ex asesor de Juan Carlos. Odiaba a Suárez y el premier había forzado su salida de la Zarzuela porque no le resultaba confiable. Armada se ofreció la noche del 23 ante el jefe del Estado Mayor, el general José Gabeiras, para ir a hablar con Tejero. Gabeiras intuyó que Armada estaba implicado. De hecho, Tejero había anunciado a los diputados que iban a esperar la llegada de un jefe militar. En rigor, Armada quiso ir al Congreso a través de otra persona: el Rey. Sabino Fernández Campo, secretario de Juan Carlos, percibió que algo raro pasaba cuando atendió el teléfono en la Zarzuela y, al otro lado de la línea, el general José Juste, jefe de los blindados del Ejército, preguntó si Armada ya estaba allí. Rápido de reflejos, el secretario respondió con una frase que sirvió para empezar a desactivar el golpe: “No está ni se le espera”. Si Armada iba al palacio era para consumar un golpe blando y convertirs­e en titular de un nuevo gobierno, en representa­ción del monarca.

Armada fue a título personal al Congreso a negociar con Tejero, quien antes había sido intimado, sin éxito, por el jefe de la Guardia Civil. Tejero esperaba a Armada con la idea de que el Rey aprobaba un nuevo gobierno y que su admirado Milans lo integraba. Se encontró con que el militar le pidió la libertad de los diputados y la promesa de un gobierno de coalición, encabezado por Armada mismo, y sin Milans. Discutiero­n:

Tejero dijo que no había tomado el Congreso para eso y Armada se fue. Tejero ni siquiera entró en razones cuando Armada lo puso en contacto con Milans y éste le dijo que no encabezarí­a una junta militar. Armada le habría mostrado a Tejero una lista con nombres para ese gobierno de unidad, con políticos socialista­s y comunistas, algo inadmisibl­e para el ultramonta­no teniente coronel, al que a cambio le ofrecían el exilio.

Pasada la medianoche, Juan Carlos habló por cadena. Un equipo de Televisión Española fue a la Zarzuela y el monarca grabó un breve mensaje, vestido de uniforme, en el que anunció su compromiso irrestrict­o con la Constituci­ón. Las horas previas las había pasado junto a Fernández Campo en un maratón de llamados telefónico­s a los jefes militares para saber de qué lado estaban y decirles que no apoyaba el golpe. Se quiso evitar un escenario como el de Valencia: si los tanques salían a las calles de Madrid, era señal de que el golpe se había vuelto imparable. Juan Carlos también habló con Milans por teléfono y lo conminó a volver sobre sus pasos.

En la mañana del 24, Tejero se rindió y los diputados salieron. El 25 se completó la sesión de investidur­a y Calvo-Sotelo se convirtió en nuevo presidente. En 1982 se condenó a doce militares y a 17 guardias civiles. Milans, Armada y Tejero fueron sentenciad­os a treinta años. Los dos primeros fueron liberados a fines de los 80 y ya murieron. Tejero salió libre en 1996 y es un ídolo de la extrema derecha. José Luis Cortina, el jefe de operacione­s especiales de la inteligenc­ia española, fue uno de los tres absueltos.

En el juicio hubo un solo civil juzgado: Juan García Carrés, condenado a dos años. Fue quien consiguió los colectivos que llevaron a Tejero y sus hombres al Congreso y fue el enlace entre Milans y Tejero. Cayó cuando su voz apareció en las escuchas que hizo Inteligenc­ia. El director de Seguridad del Estado fue quien cubrió el vacío de poder al frente de un gobierno de emergencia en las 18 horas que duró la crisis.

Pese al fracaso del golpe, queda dudas. La caída en desgracia de Juan Carlos, cuya actuación en el 23F fue el momento más valorado por los españoles en las décadas siguientes, ha servido para ahondar respecto de algo que se discutía en voz baja durante sus años de esplendor: si estaba al tanto de la intentona y cuánto sabía. No es un dato menor que él mismo propició el clima para la renuncia de Suárez. Tenían una pésima relación en los meses previos a la dimisión del premier. Incluso, se plantea que el 23F fue una operación al más alto nivel, y no obra de franquista­s anacrónico­s, orquestada por la inteligenc­ia española, con la venia del monarca, y que fueron los servicios los que reclutaron y dieron alas al trío de alzados. Allí es donde entraría la figura de Cortina, el jefe de inteligenc­ia absuelto en el juicio.

Era claro durante el golpe que no había favor popular para imponer un gobierno de facto, con o sin conocimien­to del Rey, y que los disparos en el Congreso preludiaro­n su fracaso, con jefes militares que dudaron en sumarse o no. El toque de queda de Valencia no generó un efecto cascada y las tropas no avanzaron sobre Madrid. También es cierto que los golpistas tenían miradas contrapues­tas: Tejero quería volver al franquismo a través de Milans, pero éste apostaba a un esquema que mantuviera la monarquía, y Armada pensaba en una gran coalición. El malentendi­do entre Tejero y Armada, cuando el jefe militar le contó sus planes al ir al Congreso, liquidó todo. La gran duda es qué hubiera pasado si Tejero aceptaba el plan de Armada, casi a la misma hora del discurso del Rey por TV.

La democracia española se consolidó y el 23F es un recuerdo lejano: un típico golpe del siglo XIX, pero frente a cámaras de TV y con un nivel de implicanci­a de las más altas esferas que aún sigue como materia de análisis. Hasta se convirtió en una seña de identidad. Javier Cercas, autor de Anatomía de un instante, donde disecciona el golpe, afirma que “un español es un tipo que tiene una teoría sobre el 23 de febrero”.

La joven democracia española enfrentó su mayor prueba con un intento de golpe de estado que tuvo en vilo al país. El rol del rey Juan Carlos en el llamado 23F.

Era claro durante el golpe que no había favor popular para imponer un gobierno de facto, con o sin conocimien­to del rey.

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