La libertad de estar solos
yo regresaba por las noches solía encontrarlas juntas, hablando sobre sus jornadas, y en muchas ocasiones me sumaba a la tertulia. Mi condición de argentino y residente regular en España me convertía en un blanco atractivo para la curiosidad de las damas que me interrogaban sobre todo tipo de cuestiones tanto relativas a Buenos Aires como a Madrid. Uno de los temas que más les interesaba era la vida afectiva de la gente en esos sitios. Una tarde, hablábamos sobre la decisión de vivir en pareja o no, y estaba claro que las dos habían optado por ser singles, una elección importante después de un largo tiempo de vida compartido con sus maridos. Para ellas ésta era la única forma posible de vivir, en una libertad plena, ajena a consensos estúpidos que no son otra cosa que resignaciones que a la larga despiertan como monstruos. El único inconveniente de ser libre, opinaban, es la soledad, un tributo que se paga por vivir como uno quiere.
El siglo XVIII inventó la intimidad y el hombre y la mujer hallaron un refugio ante las inclemencias externas al abrigo del amor romántico. Cuando en el siglo pasado se incorpora el sexo abierto y el lecho conyugal se convierte en un lugar de experimentación, lo romántico recibe una completud que lo realiza.
Para Eva Illouz, el amor romántico ocupa el centro de la escena y de alguna manera se transforma en un agente catalizador capaz de asimilar y atenuar los conflictos sociales porque “se ha convertido en un elemento íntimo e indispensable del ideal democrático de la opulencia que acompañó el surgimiento de los mercados masivos, con lo cual ofrece una utopía colectiva que trasciende y atraviesa todas las divisiones sociales”. Pero el amor romántico se concreta en el encuentro con el otro, ese ser ausente en el amanecer del primer habitante del planeta y excluido en términos de cohabitación en el proyecto vital de las hermanas inglesas. Pascal Bruckner aventura una hipótesis: “La extravagancia de nuestra época depende de este sueño poco razonable: todo en uno. Un solo ser debe condensar la totalidad de mis aspiraciones”. No se oye a menudo aquello de “morir de amor”, pero las pretensiones afectivas que nos mueven parecen sintonizar con ese relato, aunque en realidad estemos más cerca de matar que de morir por un amor. Matar a ese otro del que no aceptamos ni su vulnerabilidad ante nuestras manifestaciones de singularidad excluyente, ni sus imperfecciones.
En El declive del hombre público, Richard Sennett afirma que “la instrumentalización publicitaria de lo íntimo solo es posible en una sociedad que ha olvidado el sentido inicial del ideal de autenticidad”. Lo auténtico no surge espontáneamente, sino que se adquiere a través de los relatos circulantes que se asumen como propios. Esta alienación impide la autenticidad y lleva a que el único producto confiable en el mercado emocional sea uno mismo.