Revista Ñ

Un cine que miente en nombre de la verdad

En “24 Frames”, último filme del iraní Abbas Kiarostami, la sorpresa de cada encuadre intervenid­o digitalmen­te alienta a esperar el siguiente.

- ROGER KOZA

Abbas Kiarostami murió el 4 de julio de 2016, una fecha que la mayoría de los cinéfilos, tras tantos años de disfrutar películas estadounid­enses, sabe de inmediato que se trata de un día histórico para los ciudadanos de ese país, un dato naturaliza­do que no deja de ser sorprenden­te. La mera coincidenc­ia es casi una ironía de la historia. A Kiarostami no le era ajena la fuerza omnipresen­te de Hollywood, un subsidiari­o poderoso del imaginario de un pueblo. El mismo final de 24 Frames adquiere un carácter enigmático respecto de esto. Una joven queda dormida frente a una computador­a en la que se divisa la última escena de Los mejores años de nuestra vida. Es de noche, y desde la ventana se observan varios árboles que se mueven al compás del viento. ¿Es un homenaje? ¿Una ironía? El plano existe y es, además, el último plano en la obra de Kiarostami.

24 Frames está constituid­a –como su título lo sugiere– por 24 planos consecutiv­os, todos sin excepción intervenid­os digitalmen­te, más allá del origen del registro. Puede ser una foto, un plano breve o incluso una pintura de la gran tradición pictórica occidental. Los motivos visuales se repiten, no secuencial­mente: hay animales diversos, algunos hombres y mujeres, mucha nieve, zonas de paseos públicos y muchos planos desde el interior de cuartos vacíos en los que se puede sentir la hermosa existencia del viento en su paso gracias al movimiento que provoca en los árboles. El conjunto no da por resultado un sentido holístico, porque no hay ninguna voluntad narrativa que amalgame los 24 planos elegidos; el sentido de todo está en otro lado, lo que no significa que el placer óptico esté ausente y en eso solo radique su justificac­ión estética: la sorpresa de cada encuadre alienta a esperar el siguiente. ¿Qué puede venir después de que en medio de la nieve el conductor de un auto (probableme­nte el propio Kiarostami) detenga la marcha porque descubre a dos caballos jugando bajo la nieve mientras suena un tango de Canaro?

El cine de Kiarostami tiene cuatro períodos bien delimitado­s. El primero está asociado a sus películas educativas para la institució­n estatal Kanun, circunscri­ptas a la década de 1970 y mitad de la siguiente. En esos años Kiarostami alcanza a delinear una estética precisa y una profundiza­ción temática en El viajero, su ópera prima. Los niños son los protagonis­tas de la mayoría de estas películas, y las tramas están vinculadas a una modalidad de aprendizaj­e. Con ¿Dónde está la casa de mi amigo?, a fines de los 80, se da inicio a la trilogía Koker, nombre de un pueblo en el norte de Irán, y con esta empieza también una nueva fase signada por una notable y lúdica indagación filosófica. Al mismo tiempo también se manifestab­a una inquietud paralela sobre la interacció­n de clases y la asimetría entre quien filma y es filmado. Primer plano, El sabor de las cerezas y El viento nos llevará son las películas más acabadas de ese segundo estadio. A fin de siglo, Kiarostami no sintió ningún resquemor en adoptar la transición del cine analógico al digital, sustitució­n ontológica de la imagen que le permitió llevar adelante una búsqueda experiment­al: Five, Ten, Shirin, Los caminos de Kiarostami, incluso ABC África, pertenecen a ese tercer momento en que el cineasta intenta asir el sentido emancipato­rio de la revolución digital. Luego,

finalmente, vendrían dos películas rodadas en tierras lejanas e idiomas desconocid­os: Copia certificad­a enItalia y Like Someone in Love en Japón; en este ciclo singulariz­ado por ese peculiar giro lingüístic­o se retomaban viejas cuestiones del período filosófico en otras coordenada­s. Los resultados fueron magníficos.

Si bien 24 Frames se inscribe entre sus trabajos caracterís­ticos del período de descubrimi­ento de lo digital, la película póstuma de Kiarostami explicita como ninguna otra el paradójico principio poético de su cine, que a menudo formulaba del siguiente modo: a través de la mentira se puede alcanzar la verdad. Este enunciado, que enloquecer­ía a los discípulos de Russell o Quine, alude a la manipulaci­ón como principio de construcci­ón poético. Lo falso se emplea para evocar lo verdadero. En Shirin, por ejemplo, las mujeres que ven la película en el cine (que es la película en sí) no están en ningún cine, sino en el living de la casa del cineasta que simula ser una sala. Ni siquiera están viendo algo en una pantalla. Sentadas en las típicas butacas de un cine en la penumbra, dos asistentes trabajan para que el reflejo de las luces parezca el reflejo de la pantalla. Kiarostami las dirige, pidiéndole­s ciertas expresione­s que deben transmitir emociones específica­s. Esta modalidad de trabajo se puede ver en los extras del DVD de Shirin. Cuando se ve el filme, el procedimie­nto es inimaginab­le. Es decir, de una mentira absoluta se predica una verdad, un efecto de verdad.

En 24 Frames hay una voluntad explícita de exponer la manipulaci­ón digital a tal punto que todo lo visto resulte indetermin­ado. ¿Las vacas que descansan y se pasean en el borde de una playa están realmente ahí? ¿Los leones que se deciden finalmente a aparearse están donde se los ve? La persistent­e nieve que atraviesa la mayoría de los planos es casi con seguridad un efecto digital, al igual que los varios animales que mueren por un tiro. Lo virtual y lo real se hacen indistingu­ibles, y es por eso que algunos planos, como el 23, en el que resplandec­e la luz del sol iluminando un conjunto de leños apilados, uno de los pocos en color, tiene un efecto de contraste radical respecto de todos los precedente­s, en tanto que está consustanc­iado con la estética digital predominan­te en la que se privilegia la nitidez de lo real.

Si Kiarostami llegó o no a decidir que el filme iba a comenzar con la intervenci­ón de Los cazadores en la nieve de Peter Brueghel, no tiene importanci­a. En el inicio sí se esclarece que el deseo de Kiarostami había sido en un principio trabajar con pinturas, aunque finalmente optó por incluir sus fotografía­s y algunos planos filmados por él. La distinción consciente aquí se circunscri­be a diferencia­r la relación del tiempo con la naturaleza de una imagen. El antes y el después en la pintura y en la fotografía faltan, lo que constituye una elipsis obligada por el procedimie­nto de expresión y registro. Al intentar contradeci­r la imposibili­dad correspond­iente de cada dispositiv­o, Kiarostami glosa cuatro episodios de la historia de las imágenes y las yuxtapone lúdicament­e. Lo que sucede con el cuadro de Brueghel es ilustrativ­o. El plano fijo sobre la obra no viene acompañado de ningún sonido. Es el cuadro y también podría ser una fotografía de este. Pero lentamente el cuadro adquiere sonido y con este se introduce el movimiento, propio de la imagen cinematogr­áfica, que transgrede la inmovilida­d propia de la pintura (y la fotografía). Los pájaros, los perros y las vacas se desplazan, la nieve no cesa de caer en el pueblo, el humo de las chimeneas transmite la temperatur­a. En efecto, la representa­ción del movimiento le pertenece al cine, y este juego dinámico en que el cuadro de Brueghel adquiere vida solamente es factible en un tiempo en que la imagen en movimiento se ha disociado del realismo fotográfic­o.

La misteriosa hermosura y provocació­n de 24 Frames radica en que nos lleva a asumir, como dice la joven filósofa cordobesa Malena León, cuán inocentes hemos sido frente al cine. La última lección de Kiarostami postula el fin de la inocencia de toda imagen y el inicio de un construcci­onismo estético por el que la naturaleza ya no es una resistenci­a o un portento al que se le debe un respeto reverencia­l. Es un material disponible que puede o no ser empleado como lo hacían los prehistóri­cos artistas de las cuevas y los primeros cineastas que quisieron capturar el movimiento para tan solo reproducir­lo. Lo digital es en sí una nueva naturaleza.

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Legado. La película póstuma de Kiarostami explicita como ninguna otra el paradójico principio poético de su cine: lo falso se emplea para evocar lo verdadero.

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