Poetas, buses y bulldogs
En Paterson, la nueva película de Jim Jarmusch, hay objetos, texturas y escenografías que lo definen todo. Hay, por ejemplo, un apego casi fetichista a una marca de caja de fósforos, al reloj metálico del protagonista, a su caligrafía pulcra y sinuosa. La grandeza y tal vez la limitación de la película es aquella fe en la artesanía y en la habilidad de otorgarle significado a la más rutinaria de las vidas.
Muchos podrán decir que la cinta es simplemente “bonita” y que su impecable fachada es la antesala de una serie de habitaciones vacías. Es lo mismo que se puede argumentar contra el cine de Peter Greenaway o de Wes Anderson. Pero a diferencia de ellos, Jarmusch no es un goloso de imágenes. Más bien es un cineasta que viene de vuelta: alcanzó la cumbre con Extraños en el paraíso (1984) y entró a callejones sin salida en Los límites del control (2009).
En Paterson, Jarmusch no se equivoca. Entra a una avenida con muchas salidas y se desplaza con habilidad y humor. Sólo que esta vez está más melancólico y ni al espectador ni al director le dan ganas de escapar a otra parte.
El lugar de los sueños es la ciudad de Paterson. Aquí el tiempo parece congelado y hay un chofer de bus y poeta de nombre homónimo (Adam Driver) que escribe metódicamente. No vive la angustia del anonimato y lo suyo es más bien un ejercicio mental. Su esposa Laura (Golshifteh Farahani) está en casa, pero a diferencia de él quiere que los poemas lleguen a alguna imprenta. También está Marvin, un bulldog que tiene tanta hambre del paseo diario como Paterson de su libreta de notas. En medio de un orden que significa además ir al cine, tomarse una religiosa cerveza diaria y escuchar los hilarantes entuertos del jefe de Paterson, la película se se las arregla para citar la poesía de William Carlos Williams (1883-1963) y hasta para incluir a los dos jóvenes protagonistas de Moonrise kingdom (2012), de Wes Anderson.
Y hay un bus eléctrico, y un reloj despertador, y cornflakes en la mañana. Se puede llamar fetichismo de la vida doméstica o asombro por la cotidianeidad, pero sólo un cineasta cercano a sus personajes puede practicarlo sin parecer pedante. Paterson es una película, en efecto, bonita, pero tiene un oficio envidiable y real. El mismo de un viejo carpintero enamorado de sus juguetes.