Moralización política
LOS 90 pueden ser descritos como años en los que el debate político-institucional fue soslayado en parte importante no sólo por los cuidados de la transición, sino también por las disputas morales: el divorcio, la igualación de los hijos, la educación sexual y un etcétera que dividía a liberales y conservadores. Eran todos temas relevantes. Pero muchas veces se perdió de vista lo política y socialmente significativo. Cuando en 2004 se aprobó el divorcio, por ejemplo, recién vinieron muchos a percatarse de que la mayoría de chilenos ya no se casaba. En medio de la batahola moral, habían sido descuidadas las condiciones sociales bajo las cuales se estaba articulando el trabajo, el vecindario, la ayuda social y las viviendas se construían sin los mínimos requeridos para ser eficazmente lugares de descanso, afecto e intimidad.
Uno podría verse tentado a decir que la actual discusión política vuelve a enturbiarse por aquella inclinación moralizante de los 90.
Ciertamente, la protección a las minorías sexuales o étnicas, el matrimonio, el aborto, la adopción, son asuntos en los que debe involucrarse la política. Pero pasa esto: aunque los intereses de grupos pueden y deben ser razón de políticas públicas, ellos no alcanzan para ser la base de la política.
La política se diluye cuando se transforma preponderantemente en una suma de reivindicaciones sectoriales. Entonces, tiende a perderse de vista la totalidad a la que llamamos comunidad: el espacio en el cual todos coincidimos en calidad de meros ciudadanos y sin el cual no puede surgir el mirarnos, el hallarnos simplemente unos junto a otros, a partir de los cuales recién son posibles dinámicas de colaboración y reconocimiento y el nacimiento de la confianza recíproca.
La acentuación de la reivindicación sectorial puede terminar siendo la base de políticas de la desconfianza. Un grupo reclama en abstracto su demanda, desentendiéndose de las condiciones del resto del país, incluidos los demás grupos reprimidos. La moralización de la política termina convirtiendo en absoluta la pretensión de los menoscabados, y los errores o negligencias de los demás pasan a ser la expresión de una intencionalidad o una mentalidad con tintes o esencia perversos, sean “los demás” otros grupos o el ciudadano corriente, que no se había dado cuenta de su papel de opresor. Entonces, el surgimiento de vínculos ciudadanos a partir de los cuales sea posible ir desactivando las opresiones más graves se vuelve difícilmente esperable.
A veces parece que no pocos en la izquierda y la derecha estuvieran enconados en algo así como un enfrentamiento posnoventero de tinte moralizante. Además de impedirse, con él, una discusión más reposada sobre los complejos y a veces insolubles temas involucrados, de avanzar hacia salidas que puedan tener algo de pragmáticas, en el acaloramiento de facciones se soslayan asuntos que conciernen de manera tanto o más seria la viabilidad y gobernabilidad del país entero.
¿Qué pasa con la salud -de todos-, la educación -de todos-, un urbanismo decente -para todos-, la cuestión -que involucra a toda la generación por venir- de la natalidad? ¿Qué, con la reforma al Estado, la regionalización, la innovación y el incremento de la creatividad en la economía, esa olla de la cual -nuevamente: todos- comemos?
La insistencia en discusiones moralizadas de grupos identitarios o minorías podría terminar socavando las bases de la unidad sobre la que cualquier acción política, incluidas políticas públicas consensuadas en favor de minorías, se deja asentar.