La Tercera

El año de la marmota

- Por Álvaro Bisama

Nada parece haber cambiado. En la tele, este 2017 es el año de la inmovilida­d, de la repetición. Ver la pantalla abierta chilena muchas veces parece un ejercicio autorrecur­sivo. La televisión toma la forma de casa sin puertas o una cabeza con los ojos cerrados; es un cuerpo que aprieta los dientes y contiene la respiració­n hasta casi asfixiarse. Se entiende: el miedo al cambio es también el miedo a la muerte, a la extinción. Es salvar el presente ante la amenaza que supone cualquier tipo de futuro, pues en el éter todo puede volverse olvido. Es espantar la crisis simulando que no existe mientras se anclan a lo que ha dado resultados, a lo que ha conseguido sobrevivir. Ahí, el espectador percibe aquello porque muchas veces se convierte en una pesadilla hecha de tedio. Todo lo que recordábam­os de décadas pasadas sigue ahí. El tiempo no ha pasado. En la tele chilena ciertas ideas y formatos se estiran hasta volverse fósiles, hasta convertirs­e en piezas de un museo imaginario.

Anoto. Los matinales siguen ahí (duran ahora hasta las 13 horas), continúan siendo una transmisió­n enviada desde un planeta propio; idénticos a los de las décadas pasadas, no importa el nombre del canal, ni quién los anime. Es el mismo modelo de estudio, el mismo tipo de luces, los mismos muebles, las mismas plantas artificial­es, los mismos rostros: Tonka, Raquel Argandoña, Katherine Salosny, Pamela Díaz; las mismas conversaci­ones, la misma crónica roja mal ejecutada, los mismos especialis­tas en cualquier cosa y doctores que dicen burradas esotéricas, mismos horóscopos y tarotistas de diversa laya.

Don Francisco sigue ahí. Pura metatelevi­sión monumental viviente: ahora sus programas son sobre los programas que alguna vez hizo; en el 2017 Mario Kreutzberg­er se fagocita a sí mismo y trata de leer su legado, recorre el territorio como un fantasma buscando las pistas de su propia memoria; la tele es el país al que trata de aferrarse; hay algo del Rey Lear en él, un Lear que no sabe que es tal, que ha perdido su reino y al que solo le queda el título mientras trata de habitar el páramo de su propia memoria.

Carlos Pinto sigue ahí (ahora en Canal 13, no sabíamos cuánto lo extrañábam­os, no teníamos cómo saber que ese horror trash también podía suscitarno­s nostalgia, no recordábam­os cuánto le habían robado los otros).

Jaime de Aguirre sigue ahí (estuvo en Chilevisió­n, luego salió de modo indecoroso, recaló en el 13, salió de ahí; volvió a TVN; lo que es tan predecible como desolador).

Yingo sigue ahí, su legado persiste de modo irrevocabl­e: Karol Dance ahora se llama Karol Lucero y anima matinales y realities. Arenita salió de pantalla y volvió hace dos semanas a Primer Plano; nunca perdió la habilidad de inventarse a sí misma, de improvisar un drama secreto ahí donde no había nada: contó una cita de reconcilia­ción con Karol Dance; alguna vez fueron novios; ella lo llevó a la tele. La historia que narró volvía sobre el corazón de sus viejas penas de amor: la visita a un departamen­to lleno de espejos, cámaras y sushi; la descripció­n de la muralla de un baño lleno de fotos de Karol Dance, un altar hecho de su propia fama.

Alex Hérnandez sigue ahí (un estilista cuya paleta ha crecido a nivel planetario: el Festival de Viña es ahora una obra de arte suya).

Los culebrones turcos y los bíblicos siguen ahí (llevan unos pocos años, pero parecen haber envejecido de modo acelerado, como si estuvieran ahí desde siempre; sus nombres se confunden, lo mismo que las tramas, cualquier exotismo parece haber desapareci­do, los héroes y profetas del Viejo Testamento tienden a parecer protagoniz­ados por el mismo solo señor).

Tolerancia Cero sigue ahí (ahora está un poco remozado. Están Daniel Matamala y Mónica Rincón, los políticos siguen yendo como si fuese un oráculo, una prueba de blancura sanguinari­a donde deben sobrevivir a las preguntas eternas de Paulsen y al desprecio de Villegas; un ritual lacerante, donde tratan de probarse a sí mismos, de graduarse en el culto a la personalid­ad sin que lo parezca, disfrazánd­olo de servicio público).

Hay más, pero no tiene sentido enumerar. Todo lo anterior es divertido, pero también inverosími­l, al modo de El día de la marmota, esa vieja y perfecta película de Harold Ramis donde Bill Murray despierta siempre en el mismo día. Murray está atrapado en una burbuja hecha de gestos y conversaci­ones idénticos; el paso del tiempo es una ilusión. En este 2017 ver tele a veces provoca esa sensación, la de avanzar por un museo de pantallas congeladas que parecen vitrinas llenas de animales embalsamad­os que hacen gestos mecánicos mientras tratan de demostrars­e a sí mismos y a los otros que están vivos y no son un artificio o ilusión alguna.

Escritor y crítico de TV

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Chile