Pasar fijándose
Si queremos, podemos oír que en la vida se nos hace incesantemente una sola pregunta: qué nos ha traído al lugar donde estamos; qué nos hace actuar como actuamos; qué nos pasó, qué y quién nos afectó. La respuesta es la disposición a contarnos nuestra propia e infinita historia; no es una respuesta, sino una actitud: la responsabilidad misma. En Crónica de una muerte anunciada se le hace tres veces la pregunta a Ángela Vicario, la protagonista. En su noche de bodas, después de que Bayardo San Román la devuelve a su casa tras descubrir que ella no es virgen, uno de sus hermanos le pregunta “quién fue” —quien hizo que dejara de ser virgen—. “Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre”, dice el narrador. “Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre. ‘Santiago Nasar’, dijo”. A continuación el lector se persuade de que los hermanos Vicario darán muerte a un inocente para restablecer el honor de la familia y en obediencia al prejuicio. El narrador mismo duda explícitamente de que Santiago Nasar sea responsable. Sin embargo, dice que Ángela Vicario no dijo cualquier nombre, sino que lo “buscó” y que lo “encontró”, y que la sentencia de Santiago Nasar estaba escrita. En otras partes de la novela se describe a Santiago Nasar como un cazador y destructor de mujeres: un “gavilán pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes”. La mañana en que lo van a matar, Santiago Nasar le dice a Divina Flor, la hija adolescente de la sirvienta de su casa: “Ya estás en tiempo de desbravar”. Más tarde, cuando trata de entrar en su casa para que no lo maten, lo acuchillan contra la puerta que su madre ha cerrado pues Divina Flor, en su lúcida inconsciencia, ha dicho que él ya está en la casa. Puede leerse Crónica de una muerte anunciada como una parábola sobre la responsabilidad, la deuda y la imposibilidad de asignar una culpa (un tema central en la obra de García Márquez a partir del cuento “En este pueblo no hay ladrones”): Santiago Nasar puede no haber “desbravado” a Ángela Vicario, pero sí a muchas otras (tal vez Ángela Vicario fue su víctima solo vicariamente y fue el ángel vengador). La novela puede leerse también como una paradoja sobre el desencuentro entre el rumor y la información, que hace imposible la solidaridad: todo el pueblo sabe que a Santiago Nasar lo matarán en la mañana por la denuncia de Ángela Vicario, y nadie —con una salvedad— lo avisa. Puede leerse como un comentario sobre la espectacularidad del delito: “La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen”. Puede leerse también como un comentario sobre la inutilidad del sacrificio: la muerte de Santiago Nasar, en la plaza del pueblo y contra la puerta de su casa (acuchillado por dos matarifes de cerdos), se describe como la muerte de un toro contra el burladero en una plaza de toros, y su autopsia gratuita es el descuartizamiento de un animal. Por demás, la masacre de animales aparece recurrentemente a lo largo de la historia. Pero la novela trata también acerca del sacrificio útil. A Ángela Vicario se le hace por segunda vez la pregunta sobre su vida después de que el crimen se ha perpetrado: “Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible: ‘Fue mi autor’”. Es una frase que queda resonando, como un enigma, en la mente del lector. El autor de Ángela Vicario es ciertamente Gabriel García Márquez, su primo, quien se presenta autobiográficamente en la novela e investiga el caso “en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo”. ¿Qué quiere decir ese “mi autor” con respecto a Santiago Nasar, el joven patriarca? Después de que ocurre la muerte anunciada, los Vicario se van del pueblo y la madre hace “lo posible para que Ángela Vicario se mu(era) en vida”. Ella, sin embargo, “le malogró los propósitos, porque nunca hizo ningún misterio de su desventura”. Cuando el autor la encuentra, muchos años después, en medio del desierto de La Guajira (el mismo desierto al que la Cándida Eréndira escapa liberada, al final de su largo relato), la encuentra cambiada. Ya no es “tu prima la boba”, como se refería a ella Santiago Nasar, ni la caracterizada por “el desamparo” y “la pobreza de espíritu”, sino que “era tan madura e ingeniosa que costaba trabajo creer que fuera la misma”. Después del sacrificio —o el ajusticiamiento— de Santiago Nasar, Ángela Vicario se vuelve capaz de contar su propia historia “sin reticencias”. Cuenta cómo no quiso engañar a su marido fingiéndose virgen como le habían aconsejado las otras mujeres. Cuenta cómo estaba dispuesta a morir, y cómo, dentro de la golpiza que le dio su madre en la noche de bodas, nació en ella el amor por Bayardo San Román. “Nació de nuevo”, dice el narrador, y fue “dueña por primera vez de su destino” y “se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío”. Se dio cuenta, también, de que el odio por su madre y el nuevo amor que la construía crecían proporcionalmente. Después de que ella responde por tercera vez con la enunciación de la responsabilidad del hombre — “No le des más vueltas primo, fue él”, le dice al narrador— se cuenta que Ángela Vicario se hace escritora. Deja de ser la amada —la novia pasiva escogida por un hombre que no la conoce, obligada a casarse con él sin amor— a ser la amante que escoge someterse a la autoridad de su propio enamoramiento. Le escribe cartas a Bayardo San Román durante diecisiete años: “Al principio fueron esquelas de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para obligarlo a volver”. Por último, “le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana”. Escribe libremente y de todo: la mujer no ideal (la no virgen), después de haber visto y declarado que el patriarcado ha sido autor de su personaje, asume otro papel: el históricamente masculino del autor romántico —el que amaba a una mujer idealizada—, pero con un vuelco: ella ama y se dirige a un hombre real. Multiplica su propio personaje autoral y se ironiza en sus escritos. Se hace responsable de sí misma, ante sí. “Era como escribirle a nadie”, dice, y con su escritura y su conciencia revierte todo el discurso amoroso de occidente, el discurso iniciado en la Edad Media con la poesía del amor cortés compuesta por los trovadores, herederos y alumnos de los árabes. (No es secundario que Santiago Nasar sea hijo de un árabe, ni es insignificante que la única vez que oye el anuncio de su muerte lo oiga en árabe, de labios del padre de su novia). La muerte que en la Crónica de una muerte anunciada está anunciada es la muerte del patriarca (el mismo cuyo otoño se narra por extenso en otra parte). Al final de la mejor novela feminista que se ha escrito en América Latina, el hombre —Bayardo San Román—, ya no amante sino amado, se presenta en la puerta de Ángela Vicario, la autora de su destino, y dice: “Bueno, aquí estoy”. Trae las casi dos mil cartas que ella le escribió, todas sin abrir. Pues ella ya es escritora, pero él aún no es lector.