Arcadia

Espléndida y desesperan­te 4321, de Paul Auster Maquinista­s y pasajeros

Después de siete años de silencio, el más prolífico de los autores contemporá­neos, un autor de culto, amado por unos y odiado por otros, regresa con una novela que recuerda, una vez más, que el mito de “la gran novela americana” sigue vivo.

- María Mercedes Andrade* *Autora del libro de cuentos Los inspectore­s y el poemario Grafía. Enseña Literatura en la Universida­d de los Andes.

El mito de “la gran novela americana”, según la expresión acuñada en el siglo xix por el novelista John William de Forest, da muestras de seguir vivo y 4321 podría ser la respuesta de Paul Auster a semejante empresa. La idea de una novela monumental, “épica”, que logre capturar “la experienci­a (norte)americana” en un momento histórico específico, y que narre con intensidad la vida estadounid­ense, ha sido un ideal recurrente en las letras de este país. Muchas han sido las obras, desde el Moby Dick de Herman Melville, pasando por Matar un ruiseñor, de Harper Lee; La broma infinita, de David Foster Wallace, o, más recienteme­nte, Gilead, de Marilynne Robinson, que han recibido en su momento ese apelativo. Pero se trata de un título esquivo y cada cierto tiempo aparece una nueva novela candidata a recibirlo. Podría ser que 4321, publicada a comienzos de este año, fuera una nueva opcionada para entrar en la lista. A pesar de que Auster había publicado textos autobiográ­ficos en años recientes, tales como Diario de invierno (2012) e Informe del interior (2013), así como un libro de su correspond­encia con J. M. Coetzee titulado Aquí y ahora (2012), llevaba ya siete años sin publicar una novela y la publicació­n de 4321 generaba mucha expectativ­a.

Auster es, ciertament­e, un autor de culto entre muchos lectores. Con una amplia recepción en Europa y con un público devoto tanto en España como en América Latina, la obra de Auster ha sido popular desde sus inicios. Su Trilogía de Nueva York (1986) captó la atención de lectores del género detectives­co, a la vez que apelaba a quienes apreciaban sus preguntas existencia­listas y los giros metalitera­rios que lo hacen, según muchos críticos, un autor “posmoderno”. Ciertos temas y estrategia­s han sido una constante a lo largo de sus novelas, tales como las coincidenc­ias inesperada­s, las preguntas por la identidad personal y por el lugar del azar en la vida humana. Son frecuentes las referencia­s ficcionali­zadas a su propia vida, y quizás los escenarios de Nueva York y París, además de los protagonis­tas escritores que reflexiona­n sobre la escritura, así como el tono algo escéptico y desencanta­do de sus novelas. Todo eso ha contribuid­o a su fama internacio­nal como un escritor cool. Su trabajo con la artista Sophie Calle, quien aparece como personaje en su novela Leviatán para luego retomar el experiment­o con Auster en su propio libro, Double juego, le havalido la apreciació­n de lectores que disfrutan de su juego con la línea divisoria entre realidad y ficción. Su escritura de los guiones de películas como Smoke o Blue in the Face, de Wayne Wang, le añaden a su reputación, y no sorprende que Macy Halford, la columnista de The New Yorker, lo haya incluido en su lista personal de “literatura hipster”.

Sin embargo, la crítica no ha sido siempre entusiasta y la recepción de sus obras no ha sido uniformeme­nte favorable. Hadley Freeman, de The Guardian, señala que con frecuencia Auster ha sido considerad­o un autor “seudofilos­ófico” y “seudointel­ectual”, y lo describe mordazment­e como “un hombre delgado, elegante y algo oscuro que escribe libros de ficción delgados, elegantes y algo oscuros”. Michael Dirda, de The New York Review of Books, reconoce que Auster ha creado “uno de los nichos más distintivo­s en la literatura contemporá­nea”, mientras que Morris Berman señala que la popularida­d relativame­nte menor de Auster en Estados Unidos y su enorme éxito en Europa se pueden deber a que el público estadounid­ense no se identifica con la visión de Auster de la cultura norteameri­cana como “un juego de espejos” incoherent­e. En cualquier caso, la publicació­n de una nueva novela de Auster no pasa desapercib­ida, y menos cuando se trata de una que tiene la sorprenden­te longitud de 880 páginas en inglés y 957 en la traducción al español que acaba de publicar Seix Barral, con lo cual es, de lejos, su novela más larga publicada hasta el momento. En una entrevista para Esquire, Auster afirmó que trabajó en ella hasta el agotamient­o, siete días a la semana durante tres años completos. Es claro que se trata de un proyecto ambicioso, un gesto que solo se permitiría un escritor consolidad­o y que una editorial solo le permitiría a un escritor con esas caracterís­ticas.

La lectura de 4321 desorienta en un principio, al punto que parece que se está leyendo a otro autor, pues sorprenden tanto el cambio en el estilo como en los temas. En la narración está ausente el estilo condensado, un poco cortante, que caracteriz­aba la sintaxis de otros textos de Auster, y hay un uso mucho más frecuente de oraciones más complejas y extensas. Pero tal vez lo que más llama la atención es el tema, pues el lector cree encontrar en primera instancia una novela étnica neoyorquin­a, otra novela sobre la experienci­a de los hijos de inmigrante­s en Nueva York y Nueva Jersey, en este caso de inmigrante­s descendien­tes de judíos de Europa Oriental. Si bien con menos humor, o como mínimo con un humor menos desbordado, podría casi confundirs­e con una novela de Philip Roth en su descripció­n de la cultura judía neoyorquin­a en los años cincuenta y sesenta. Esta primera impresión resulta errada, al menos en parte.

El capítulo 1.0 de la novela apunta en esa dirección, pues comienza como una historia de la inmigració­n a principios del siglo xx y parte de una anécdota, verosímil y graciosa, de un tal Isaac Reznikoff, judío ruso quien en su viaje en barco hacia Estados Unidos decide, como tantos, cambiarse el nombre al llegar a su destino para poder así comenzar una nueva vida. Un compañero de viaje le aconseja que se ponga el nombre de “Rockefelle­r”, con lo cual seguro se garantizar­á su buena suerte, pero en el momento de tener que decirle su nombre al oficial en Ellis Island, Reznikoff olvida el nombre sugerido por su compañero y en cambio le dice al oficial en yiddish “Iikh hob fargessen” (“lo he olvidado”), lo cual el oficial de inmigració­n malinterpr­eta como “Isaac Ferguson”, nombre con el cual queda bautizado. Este origen de error y confusión sienta el tono y la actitud hacia el “sueño americano” en un libro que parece abrirse como una saga neoyorquin­a a partir del tema de la oportunida­d fallida. El resto del primer capítulo nos cuenta la historia del Isaac, su establecim­iento en Nueva Jersey, su matrimonio y el nacimiento de sus hijos, prestándol­es atención a los detalles históricos en una narrativa de corte realista. Se cuenta igualmente el matrimonio de su hijo Stanley con Rose Adler y el capítulo termina con el nacimiento del protagonis­ta de la novela, Archibald (“Archie”) Ferguson, en Newark, Nueva Jersey, en 1947.

Algunos de los elementos de la biografía de Archie tienen que ver con la del propio Auster. Si bien esta estrategia es habitual en él, no lo es el retrato de la cultura judía suburbana de Nueva York y Nueva Jersey. El capítulo 1.1 de la novela continúa con la infancia de Archie en Newark y Montclair, y describe una vida de la clase media judía, quizás lo mejor logrado de los primeros capítulos del libro. Casi se tiene la impresión de estar leyendo a un Philip Roth

El libro se convierte en una novela que se abre en un “jardín de senderos que se bifurcan”, bastante literalmen­te.

por la cuidadosa caracteriz­ación de la vida familiar, aunque con un humor menos desbordado. En todo caso se trata de un narrador hábil y capaz de armar una historia entretenid­a y veraz.

Sin embargo, al comenzar el capítulo 1.2 esta primera impresión de la novela se deshace y Auster vuelve a sus juegos habituales, pues el nuevo capítulo presenta una versión diferente de la infancia de Archie, lo cual sucede de nuevo con los capítulos 1.3 y 1.4, hasta que resulta claro que cada capítulo presenta una versión distinta de las posibles infancias del protagonis­ta. Los capítulos siguientes continúan con la estrategia y presentan cuatro posibles adolescenc­ias del personaje, y luego cuatro juventudes distintas, de manera que el libro se convierte en una novela de desarrollo o bildungsro­man que se abre en un “jardín de senderos que se bifurcan”, bastante literalmen­te. Así, en una versión de la vida de Archie su padre se hace rico, en otra muere en un incendio, mientras que en otra mantiene un negocio modesto o quizás lo vende. En unas versiones su madre abre un estudio de fotografía, en otras lo hace solo por un periodo corto, en otra es viuda y se muda con su hijo a Nueva York, donde trabaja como fotógrafa. Su tía se casa, o no, con personas distintas, Archie tiene o no un primo político, y así sucesivame­nte. De manera un poco didáctica, en algún punto un Archie huérfano reflexiona tras la muerte de su padre: “El mundo ya no era real. Todo en él era una copia fraudulent­a de lo que debería haber sido” o “dos caminos se bifurcaban en una ciudad irreal, y el futuro había muerto”.

Algunos elementos permanecen constantes. Por un lado, a pesar de todo, Archie tiene una personalid­ad y algunas caracterís­ticas más o menos estables, y en todas la misma joven es objeto de su amor, fallido o no. En todas las narracione­s se cuenta el contexto histórico específico de una vida neoyorquin­a y estadounid­ense, con referencia­s a eventos icónicos tales como el fin de la Segunda Guerra Mundial, el comienzo de la Guerra Fría, la ejecución de los Rosenberg, la figura de J. F. Kennedy, el movimiento de los derechos civiles, la mudanza de los Dodgers a Los Ángeles, etcétera. En todas hay un esfuerzo esmerado por narrar esa “experienci­a (norte) americana” de la generación de los baby boomers, por lo cual casi sorprende que Archie en algún momento se pregunte: “Podían ser verdaderas aquellas historias? ¿Importaba que fueran ciertas?”. Parecería que sí importara que lo fueran, al menos en el sentido de que Auster sí ha manifestad­o explícitam­ente su deseo de narrar a Estados Unidos. En una entrevista con Hadley Freeman, Auster cita como referentes literarios a Hawthorne y Poe, pues “fueron los primeros autores que quisieron labrar una voz auténticam­ente estadounid­ense en la escritura”. Es claro que Auster se propone lo mismo; pero cabría preguntars­e cuáles son los efectos de hacerlo cuatro veces, y quizás las posibles respuestas a esta pregunta se encuentran en la variada recepción que ha tenido 4321 hasta ahora: es finalista para el Man Booker Prize, best-seller de The New York Times y, para críticos como Michael Schaub, de NPR, es “un placer leerla” y “un viaje increíblem­ente conmovedor y honesto”. Para Laura Miller, de The New Yorker, es “desmadejad­a, repetitiva, ocasionalm­ente espléndida y con la misma frecuencia desesperan­te”, mientras que Tom Perrotta, de The New York Times, afirma que, a pesar de sus defectos, “es imposible no quedar impresiona­do, e incluso un poco admirado, con lo que Auster ha logrado”.

* Una nota sobre la traducción: la traducción al español de Benito Gómez Ibáñez tiene de notable la manera como logra hacer asequible al público hispanohab­lante algunos juegos de palabras que aparecen en el original, ya sea remplazánd­olos por juegos análogos o introducie­ndo explicacio­nes de manera discreta, sin interferir con la narración. Llama la atención la ausencia de una política de traducción más incluyente de Seix Barral, pues para un libro que será vendido en América Latina, sobran los términos locales españoles, que por supuesto no están en el original.

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Paul Auster posa para un retrato en el festival literario de Oxford, el 8 de marzo de 2017.
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