Arcadia

La historia de los japoneses en Colombia

¿Qué tanto sabemos sobre los japoneses que emigraron a Colombia alrededor de 1930, las dificultad­es que sortearon para abrirse camino en un país que no los quería y su impacto en nuestra sociedad? Hablamos con la investigad­ora que dedicó una década a busc

- Catalina Villa* Cali

La imagen de unas familias japonesas que entraron a Colombia en silencio, de noche, casi a hurtadilla­s para no llamar la atención en esa tierra prometida a la que llegaban, pero en la que no eran bienvenida­s, refleja la dureza de lo que fue la inmigració­n japonesa en el país a principios del siglo xx y la mezquindad de las leyes migratoria­s colombiana­s de entonces.

A diferencia de lo sucedido en países como Brasil, Perú, México y Argentina, que acogieron a miles de ciudadanos japoneses que emigraron impulsados por las políticas expansioni­stas de su país, Colombia mostró poquísimo interés en recibirlos. De los 244.946 pasaportes emitidos entre 1897 y 1942 por el gobierno japonés para los inmigrante­s a este continente solo 222 correspond­ieron a personas que tenían como destino Colombia.

Esa displicenc­ia resulta paradójica si se tiene en cuenta que en aquella época existía la imperante necesidad de poblar el campo colombiano con mano de obra que cultivara las tierras y las hiciera productiva­s. Pero la voluntad que se impuso fue la de los políticos, quienes intentaron bloquear sistemátic­amente la llegada de orientales al país por considerar­los de una raza inferior a la nuestra; una que supuestame­nte dañaría la ya degenerada raza de mestizos. Como si fuera poco, la presión de Estados Unidos fue decisiva para abortar varios intentos de inmigració­n japonesa en el país, bajo el argumento de que representa­ba un peligro para la seguridad del canal de Panamá.

La antropólog­a santandere­ana Inés Sanmiguel, doctora de la Universida­d de Durham, Inglaterra, conoce al detalle las vicisitude­s de esta historia migratoria. Tras varios años de investigac­ión en archivos de Colombia, Japón y Estados Unidos, Sanmiguel publicó por primera vez en 2002 Japan’s Quest For El Dorado. Emigration to Colombia. El libro tuvo otras dos ediciones en inglés en 2005 y 2009. El 28 de abril, en la Feria Internacio­nal del Libro de Bogotá, se lanzó la traducción al español, En pos de El Dorado: inmigració­n japonesa a Colombia, editado por el Fondo de Cultura Económica.

La investigac­ión da cuenta de la forma en que se dio la llegada de japoneses al país, particular­mente al Valle del Cauca y al Atlántico, e incluye valiosos testimonio­s de algunos de los protagonis­tas –o sus viudas y descendien­tes– de las tres migracione­s planificad­as que llegaron a Colombia en 1929, 1930 y 1935. Al leer sus historias es difícil no imaginar la nostalgia que embargaba a esos valientes japoneses que se habían despedido de su querido país para siempre, pero también el sosiego que significó para la mayoría

el poder darles una mejor vida a sus descendien­tes. Una que, para ellos, no parecía posible en Japón.

Usted dedicó casi una década a investigar la inmigració­n japonesa en Colombia. ¿De dónde surgió su interés en este tema?

Llevaba varios años viviendo en Japón como profesora de la Universida­d de Teikyo cuando un día me invitaron a una fiesta en la Embajada de Colombia en Tokio. Allí conocí a dos señoras muy japonesas físicament­e, pero que hablaban perfectame­nte en español. Para mi sorpresa, resultaron ser de Cali. Ellas me contaron de la existencia de una colonia japonesa en el Valle del Cauca. Me pareció fascinante, pues, a pesar de que soy antropólog­a, nunca había oído hablar de los inmigrante­s japoneses en el sur de Colombia ni en Barranquil­la. Me dijeron que existía una publicació­n sobre el tema, 50 años de la inmigració­n japonesa en Colombia. Tan pronto vine al país la leí y quedé muy interesada, pero solo pensé en la posibilida­d de estudiar el tema después de una charla que di en la Universida­d de Saint Antony’s College, en Oxford, invitada por Malcolm Deas. Fue él quien me insistió en que hiciera una investigac­ión doctoral sobre la llegada de los japoneses a Colombia.

Uno de los primeros datos que llaman la atención al leer su investigac­ión es la impecable organizaci­ón de la política expansioni­sta de Japón, que parecía no dejar nada al azar.

A finales del siglo xix, Japón tuvo la necesidad de abrirse al mundo después de muchos años de aislamient­o. Estaba viviendo una revolución industrial, y por ello necesitaba abrir nuevos mercados. Pero la tierra era cada vez más escasa, pues había sobrepobla­ción. Entonces el gobierno japonés se encargó de controlar desde el inicio la emigración de sus ciudadanos. Para ello aprobó leyes que especifica­ban lo permitido en asuntos migratorio­s. También se crearon compañías de emigración que realizaban los contactos con los países de destino y coordinaba­n los viajes de los diferentes grupos. A partir de 1924, se subsidiaro­n los procesos de emigración a México, Brasil, Paraguay y Colombia. Y a pesar de que estos viajes se realizaban sin tiquete de regreso –pues lo que se esperaba era que sus ciudadanos se establecie­ran de forma permanente en los países a los que viajaban–, el gobierno japonés no abandonó a sus ciudadanos y los ayudó cuando estos lo necesitaro­n.

¿Cómo surgió la relación migratoria entre Japón y Colombia?

En 1908 ambos países firmaron el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación, que fue ratificado en 1910. El tratado decía claramente que los súbditos del Imperio del Japón tenían libre acceso al territorio colombiano tanto para viajar como para establecer­se en él, y así mismo los colombiano­s en el territorio japonés. Más adelante, en 1918, se nombraron los primeros cónsules en Colombia y Japón para velar por los intereses en esa nueva relación. Sin embargo, resulta contradict­orio que en 1929, cuando el primer grupo organizado de emigrantes japoneses a Colombia solicitó las visas, estas fueron negadas. El problema se resolvió rápidament­e gracias a los buenos oficios de altos funcionari­os de ambos países, pero el asunto no paró ahí. Cuando efectivame­nte los primeros japoneses llegaron al país, no fueron admitidos como inmigrante­s ni como agricultor­es, como lo establecía la ley, sino como visitantes, lo que les impedía obtener beneficios, entre ellos la exención de impuestos y obtener tierras. Años más tarde, en la década de los treinta, el gobierno colombiano dio la orden a sus funcionari­os de abstenerse, en lo posible, de permitir la entrada de japoneses al país, ignorando lo establecid­o en el Tratado de Amistad.

¿Las razones de ese rechazo tenían un trasfondo racista?

En esa época era común la creencia de que los orientales pertenecía­n a una raza inferior que dañaría aún más la ya degenerada raza colombiana. Esto tuvo sus orígenes en un congreso médico realizado en Cartagena en 1920, donde se expusieron las razones por las cuales las razas negra y amarilla eran inferiores a la blanca, y por qué su mezcla con la colombiana sería nefasta. De ahí la reticencia del gobierno a permitir la entrada de orientales. Mientras tanto, ofrecía amplios beneficios a los europeos blancos que quisieran venir a establecer­se en el país. Ese racismo fue el que ocasionó, también, que el tercer grupo de emigrantes que llegó a Colombia tuviera que entrar al Valle de noche, sin hacer ruido, pues unos estudiante­s universita­rios, al enterarse de su inminente llegada, habían hecho una revuelta exigiéndol­e al gobierno que no los dejara entrar. Usted también menciona la presión que ejerció el gobierno de Estados Unidos en varios proyectos de inmigració­n japonesa en el país.

Al revisar los archivos en Washington y Tokio uno se da cuenta de que hubo muchos más planes de inmigració­n japonesa de los que se realizaron. Les interesaba la Costa Atlántica, cerca de Cartagena, pero el fbi estaba muy pendiente de lo que pasaba en Colombia. También hubo planes cerca del canal de Panamá. Entre ellos, uno que consistía en traer a 25.000 japoneses que vivían en Estados Unidos para activar la producción agrícola en el departamen­to de Bolívar, y otro en traer colonos al César para cultivar algodón. Todos esos planes fueron bloqueados por Estados Unidos porque representa­ban una amenaza para el canal. Esto resulta absurdo si se tiene en cuenta que la gente que llegaba estaba sin recursos y sin conocimien­tos geográfico­s. Ahora bien, el gobierno de Colombia no tuvo en cuenta que una inmigració­n de agricultor­es siempre es favorable para el país, que eso podría haber mejorado las condicione­s de ciertas regiones. Colombia siempre estuvo del lado de Estados Unidos.

Háblenos de los inmigrante­s japoneses.

¿Quiénes eran?

Japón se encontraba en una transforma­ción hacia la industrial­ización, y la gente del campo no parecía estar incluida en esos planes. Cada vez había mayor población y menos tierras. Y la tradición japonesa establecía que los hijos mayores eran quienes heredaban las tierras de sus padres. Los hijos segundos o terceros sabían que no había posibilida­d de adquirir tierras, lo que implicaba no

“En esa época era común la creencia de que los orientales pertenecía­n a una raza inferior que dañaría aún más la ya degenerada raza colombiana”

tener viviendas allá. Entonces la única salida que les quedaba era irse al exterior.

En el caso colombiano, usted hace una distinción entre aquellos que llegaron a las ciudades y quienes llegaron a zonas rurales a trabajar la tierra en un programa oficial. ¿Esos grupos vivieron experienci­as muy diferentes?

Los primeros llegaron a principios del siglo xx de manera independie­nte, antes de la formalizac­ión de un programa de inmigració­n entre ambos países. Eran personas aventurera­s que de alguna manera venían buscando suerte. Y así como muchos migraron a ciudades de Perú, Cuba o Panamá, otros entraron a Colombia, concretame­nte a Cali, Palmira y Barranquil­la, en donde se dedicaron a la jardinería, la carpinterí­a, la barbería y la agricultur­a, entre otros oficios. Años más tarde, cuando ya estaba formalizad­o el Tratado de Amistad, llegaron tres grupos de inmigrante­s japoneses (en 1929, 1930 y 1935) que hicieron parte del programa de inmigració­n oficial auspiciado­s por la Overseas Developmen­t Company de Japón. Estos tres grupos conformado­s por familias fueron los primeros emigrantes rurales que llegaron a cultivar la tierra y que inicialmen­te se establecie­ron en el departamen­to del Cauca.

Buscaban una mejor calidad de vida de la que tenían en Japón, pero les esperaba una vida muy dura en Colombia...

Las familias que llegaron con el programa de emigración planificad­a tuvieron condicione­s duras porque se encontraro­n con una tierra que había estado abandonada por muchos años, o dejada para que el ganado pastara libremente. Ahora bien, emigrar es un trasplante muy arduo. Es salir de la propia casa, dejar a los abuelos, dejar a sus muertos en el cementerio, cambiar de clima y de comida. Eso requiere de mucho valor. Y ellos lo tuvieron. Solo el 20 % de las familias que llegaron al Cauca –al asentamien­to de El Jagual– se devolvió.

¿Cómo era un día en El Jagual, la colonia agrícola que conformaro­n las primeras familias japonesas?

Esta colonia estaba ubicada entre Caloto y Corinto, en el Cauca. En el libro hago una descripció­n de una jornada típica. Empezaba antes del amanecer y su soporte era la fortaleza de la mujer de la casa, quien además de preparar todo para que los hombres se fueran al campo a cultivar la tierra, tenía que encargarse de los hijos pequeños, de los animales de la granja, recoger agua del pozo, preparar los alimentos y, una vez terminado el almuerzo, unirse al resto de la familia para trabajar en el campo. Si la mujer no era cooperador­a y fuerte, la familia no podría tener éxito como inmigrante. Los primeros colonos tuvieron que trabajar siete días a la semana. Solo con el tiempo empezaron a descansar en las tardes del domingo. Para el segundo grupo, que llegó un año después, en 1930, y para el tercero, en 1935, la situación fue menos dura. También hay que decir que muchos abandonaro­n la zona porque la calidad de la tierra no aguantaba más de tres cosechas continuas, y se trasladaro­n al Valle, particular­mente a Palmira, Florida, Miranda y Obando. A finales de la década de los cuarenta, la mayoría de emigrantes se había convertido en arrendatar­ia de tierras. Con el tiempo fueron reconocido­s como grandes cultivador­es de fríjol, maíz, soya, millo, algodón, vegetales, flores y caña.

¿Y cómo era la situación de los niños?

Toda la familia trabajaba, incluso los niños. Hay una historia que todavía me conmueve, la de Lola Kuratomi. La oí en una cinta grabada por el señor Nakayama, en la Biblioteca del Parlamento en Tokio. Lola cuenta que tenía seis años cuando emigró a Colombia. Su madre había muerto y su hermana se había quedado en Japón, así que emigró con su padre y su madrastra. Cuenta que a los siete años la dejaban sola en la casa para cuidar a los animales. Su única compañía era un lorito que le hablaba todo el tiempo, hasta que un día un cerdo mató al lorito y ella quedó profundame­nte triste por la soledad que sentía. Cuando tenía unos ocho años, su papá llegaba del trabajo y la mandaba a comprarle una onza de aguardient­e. Imagínate a una niña sola atravesand­o los cafetales. Afortunada­mente nunca le pasó nada. También la enviaban al pueblo de Caloto, muy lejos de ahí, con el caballo cargado de café para que lo vendiera, y le pedían que hiciera el mercado con una lista. No había juegos ni juguetes, su vida era más bien un asunto de superviven­cia. Cuando fui a Cali por primera vez, fue a ella a quien primero busqué, pero me dijeron que ya había muerto. Eso me cayó como un baldado de agua fría. Pude entrevista­r, sin embargo, a su esposo, Pablo Kuratomi, quien había hecho parte de la tercera migración que llegó a Colombia.

¿Hubo historias menos tristes?

Está la de Kojoiro Mizuno, el primer japonés que llegó al departamen­to del Atlántico de manera independie­nte. Venía de Hiroshima y había probado suerte en Perú y Panamá. Tras enfermarse de cólera, llegó al Atlántico en 1915 en busca de las aguas termales y curativas de Usiacurí. Efectivame­nte Mizuno se curó, y además se casó y tuvo hijos en esa población, donde se dedicó al oficio de barbero, que probableme­nte había aprendido en Panamá. Unos años más tarde, Mizuno recibió a unos amigos que habían llegado a Colombia buscándolo, y se unieron para abrir nuevas barberías y una tienda con billar en Usiacurí y Barranquil­la. Una década después llegaron otros inmigrante­s al Atlántico, en su mayoría solteros, que posteriorm­ente se casaron con mujeres de la región. Muchos de ellos terminaron como empleados en las barberías de sus compatriot­as.

¿Fue allí donde se ganaron el apodo de “manitos de seda”?

Fue una asociación semántica que se ganaron por hacer muy bien su trabajo. Tenían mucha destreza con sus manos, eran pulcros, cuidadosos y amables con sus clientes, a quienes les cortaban el pelo, afeitaban y hacían masajes. Al final, ese sobrenombr­e les ayudó a prosperar en sus barberías, pues se volvieron muy populares. Algo similar sucedió con los japoneses que llegaron al interior del país: se ganaron la fama de ser muy buenos jardineros, en el caso de Bogotá, o muy buenos agricultor­es, en el caso del Valle.

Particular­mente en Palmira, la colonia japonesa aún es reconocida por su aporte a la agricultur­a. Todo empezó con cuatro amigos que llegaron a Buenaventu­ra en 1923. Uno de ellos había conocido al señor Yûzô Takeshima, de quien se dice había traducido tal vez dos capítulos de la novela María, de Jorge Isaacs. Al leerlos, los cuatros jóvenes quedaron seducidos por las descripcio­nes de los paisajes del Valle del Cauca. Nunca se han encontrado esos capítulos, pero esa es la leyenda. Y, como toda leyenda, es bonita: partieron buscando el romanticis­mo de la hacienda El Paraíso. Lo cierto es que llegaron a Buenaventu­ra y luego a Cali, en donde se hospedaron en el hotel de Koichi Tamura, probableme­nte el primer japonés en llegar a Cali. Él los recomendó con Ingenio Manuelita, que los contrató. Resultaron siendo magníficos en su trabajo, aun sin tener experienci­a. Uno de ellos llegó a trabajar en la Escuela Experiment­al de Agricultur­a de Palmira, por ejemplo, y era muy bueno manejando tractores en los cultivos. Gracias a esto, fueron ellos quienes guiaron a los tres grupos de inmigrante­s que llegarían a El Jagual.

Imposible no preguntar por el episodio tantas veces contado de los japoneses arrestados y llevados a un campo en Fusagasugá durante la Guerra del Pacífico.

Tras el ataque de Japón a Pearl Harbour, que dio lugar a la Guerra del Pacífico, Colombia rompió relaciones diplomátic­as con los países del Eje y tomó el lado de los países aliados europeos. Por eso en junio de 1942, tras el hundimient­o de la goleta colombiana Resolute en el mar Caribe por un supuesto barco alemán, el gobierno colombiano aceptó la repatriaci­ón, vía Estados Unidos a Japón, de la misión diplomátic­a y de algunos hombres de negocios. Más tarde, con el decreto 2643 de 1943, hizo que alemanes, italianos y japoneses fueran retirados de las dos costas y de sus lugares de vivienda en el interior del país, que sus negocios fueran cerrados, que sus cuentas bancarias quedaran congeladas y que ellos fueran confinados en el hotel Sabaneta en Fusagasugá. No todos los

“Con el tiempo los japoneses fueron reconocido­s como grandes cultivador­es de fríjol, maíz, soya, millo, algodón, vegetales, flores y caña”

japoneses fueron llevados allí, solamente quienes habían logrado mayor éxito económico. También aquellos de quienes corrían falsos rumores de ser simpatizan­tes con la guerra, aquellos que tuvieran contactos personales con alemanes y, en el caso del asentamien­to agrícola en el departamen­to del Cauca, aquellos que pudieran convertir en pocas horas sus campos de cultivo de maíz y fríjol en campos de aterrizaje para los aviones enemigos, que supuestame­nte llegarían a lanzar ataques contra el canal de Panamá. Los agricultor­es que no fueron llevados a Fusagasugá se retiraron del asentamien­to donde tenían los cultivos por temor a los bandidos. Entre los reportes del fbi, se encuentra la descripció­n del asesinato por asaltantes de una señora que había quedado sola con sus pequeños hijos, debido a que su marido había sido llevado por la fuerza a Fusagasugá, a pesar de que en realidad no tenía ninguna relación con la guerra que se estaba llevando a cabo a miles de kilómetros. En septiembre de 1945, cuando el general Douglas Macarthur aceptó la rendición de Japón, los japoneses que habían sido detenidos en custodia fueron liberados. Después de haber tenido que pagar la cuenta por el alojamient­o forzoso regresaron a sus hogares a reiniciar la vida junto a sus familias, que habían quedado solas y desamparad­as por largo tiempo.

¿Qué ha pasado con las nuevas generacion­es de japoneses en Colombia?

Años después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Japón resurgió, los emigrantes empezaron a sentir que no tenían que esconderse, que podían estar orgullosos de su país. A los hijos empezaron a bautizarlo­s con nombres japoneses, sus casas comenzaron a ser decoradas con adornos de Japón y las fotos de sus antepasado­s –que antes habían permanecid­o escondidas por temor a ser tachados de espías por la Policía– se volvieron a colgar en las paredes. El orgullo japonés resurgió. Muchas de las personas que yo entrevisté me contestaro­n lo mismo al preguntarl­es de dónde se sentían: somos japoneses. Hoy ese sentido de pertenenci­a se ve en la gente joven que sigue tradicione­s como el origami, los arreglos florales o los platos típicos del Japón. Hay que reconocer que en eso han ayudado mucho las diferentes asociacion­es japonesas establecid­as en las ciudades.

Si pudiera resumir el legado de estas familias, ¿cuál sería?

Su honradez y cumplimien­to en los negocios, que les abrieron las puertas en las sociedades caucana y del Valle para alcanzar prosperida­d y éxito en sus empresas, y el lugar que hoy ocupan dentro de ellas. También rescataría que cambiaron el modo de producción agrícola en el surocciden­te del país al introducir la mecanizaci­ón con tractores y máquinas combinadas de usos múltiples: araban, sembraban, limpiaban, cosechaban y desgranaba­n. Y por último, sin duda, destacaría la fortaleza. En el Valle del Cauca, los japoneses fueron como los árboles de bambú, que se doblaron ante la tempestad pero no se quebraron.

“El gobierno colombiano no tuvo en cuenta que una inmigració­n de agricultor­es siempre es favorable para el país. Colombia siempre estuvo del lado de Estados Unidos”

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Familiares y amigos despiden a los emigrantes a Colombia. Puerto de Yokohama, 1953
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Los agricultor­es japoneses introdujer­on la mecanizaci­ón en el Cauca y el Valle del Cauca.
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 ??  ?? Cecilia Takako Morimitsu, de El Jagual, el día de su Primera Comunión. Santander de Quilichao (Cauca), 1946
Cecilia Takako Morimitsu, de El Jagual, el día de su Primera Comunión. Santander de Quilichao (Cauca), 1946
 ??  ?? Lola Shinobu y Pablo Kiyoshi Kuratomi con tres de sus hijos nacidos en Colombia: Myriam Kikue, Pablo Takeji y Giberto Tatsumi. Palmira, 1948
Lola Shinobu y Pablo Kiyoshi Kuratomi con tres de sus hijos nacidos en Colombia: Myriam Kikue, Pablo Takeji y Giberto Tatsumi. Palmira, 1948
 ??  ?? Familia Kuratomi, primera y segunda generación, paseando por el sur de Colombia. Iglesia de las Lajas, Ipiales, 1964
Familia Kuratomi, primera y segunda generación, paseando por el sur de Colombia. Iglesia de las Lajas, Ipiales, 1964
 ??  ?? Feria de Agricultur­a en Palmira, 1961
Feria de Agricultur­a en Palmira, 1961
 ??  ?? En época de cosecha, adultos y niños selecciona­ban el grano en el campo. En la noche, lo hacían bajo la luz de lámparas de petróleo, 1956.
En época de cosecha, adultos y niños selecciona­ban el grano en el campo. En la noche, lo hacían bajo la luz de lámparas de petróleo, 1956.
 ??  ?? Isabel Yai Nikaido y, a su izquierda, su esposo Luis Jutaro Nikaido. Ambos llegaron en 1929 con el primer grupo de inmigrante­s a El Jagual, departamen­to del Cauca. 1929.
Isabel Yai Nikaido y, a su izquierda, su esposo Luis Jutaro Nikaido. Ambos llegaron en 1929 con el primer grupo de inmigrante­s a El Jagual, departamen­to del Cauca. 1929.

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