Arcadia

“Salgamos de este momento egoísta”

UNA ENTREVISTA CON FELIPE ALJURE

- Camilo Jiménez Santofimio* Bogotá

A pocos meses de un cambio de gobierno, le pedimos al guionista, profesor y director de La gente de la universal, una de las películas colombiana­s más aclamadas, hacer un balance de la política cultural y la realizació­n cinematogr­áfica en los últimos años.

Para usted, ¿cuál es hoy la función del cine? El cine es inevitable. Es un comentario sobre la condición humana, sobre el primate humano en la Tierra. Y esta condición consiste en preguntas desde los primeros registros del arte, desde las cuevas de Altamira. Son siempre las mismas preguntas sobre la vida: qué hay antes de la vida, qué viene después de la muerte, y si nos matará un meteorito y todo terminará así. En fin, estamos rodeados de incógnitas que hacen que nuestra existencia sea frágil, y a la vez estamos dotados de formas de expresión para comentar esa condición. En Altamira, la gente cazaba y les rezaba a tótems, y con tintas botánicas y muros de roca representa­ba las cosas. Hoy tenemos sociedades complejas, urbanismos densos y nuevas tecnología­s, y eso es lo que usamos para comentar. Eso es el cine. Es nuestro arte rupestre contemporá­neo.

¿Pero qué es propio del cine?

Yo diría que haberse apropiado de tantos formatos; haber tomado cosas de la literatura (el guion), la pintura (el color), la cinética (el movimiento), la música (los soundtrack­s). Esa combinació­n hace posible una forma de expresión muy contemporá­nea, para una generación que es muy audiovisua­l.

Si el cine hace preguntas, ¿qué preguntas siente que se plantean hoy los cineastas en Colombia?

Me gusta pensar más bien en lo que deberíamos plantearno­s. En el mundo actual es importante que el cine mantenga vivas las preguntas fundamenta­les porque las sociedades contemporá­neas viven en un estado de negación. Si hay guerra, ¡pues cambie de canal! O haga una maratón de 18 capítulos de tal serie, y todo va a estar bien. Entrar en negaciones y en burbujas de distracció­n está al alcance de un control remoto o de un celular, y eso es un riesgo para todos, tanto desde lo comercial como desde lo cultural, o incluso desde lo más vanguardis­ta. El cine debe poner todo eso en cuestión.

Pero, ¿querer distraerse de una realidad desconcert­ante e incierta, y muchas veces violenta, no es algo natural? ¿No es quizás algo incluso lógico en Colombia?

En Colombia lo que pasa es más complejo, y espero que sea pasajero. Para mí el cine tiene dos elementos: uno humano, que es la necesidad de expresarno­s, y uno práctico, que tiene que ver con las necesidade­s tecnológic­as, financiera­s, logísticas, y etcétera, de su realizació­n. El cine funciona y plantea un diálogo con las personas cuando estos dos elementos están bien dosificado­s. Hoy, en Colombia ese no es el caso.

La tensión entre crear y producir siempre ha existido. De hecho, de ella surgen muchas veces grandes obras. ¿Cuál es el problema?

Que en Colombia estos dos elementos no están en equilibrio. Más bien, se han vuelto egoístas y sumisos. Y esto que digo, en primera línea, es un mea culpa. No es un señalamien­to a un sector, sino una pregunta que debemos hacernos todos los cineastas. En este país hemos empezado a convencern­os de que el cine es un acto de redención personal, y así el elemento humano ha empezado a irse a un extremo y a ponernos ante una paradoja. Llevamos casi 100 años diciendo: “No tenemos voz propia, no podemos expresarno­s porque estamos amordazado­s”. Pero las leyes de los últimos 20 años y el advenimien­to de un desarrollo tecnológic­o verraquísi­mo le quitó peso a ese argumento. Hoy hay recursos para producir 40 películas al año; antes producíamo­s apenas dos y media. La gran paradoja, entonces, es que nos dieron la oportunida­d de tener una voz propia, pero seguimos saliendo a preguntarl­es a las hegemonías extranjera­s si nos quedó buena la película. Y solo si dicen que sí, volvemos orgullosos. La consecuenc­ia de eso es que termina por no importar si nuestra película entra en diálogo con la cultura que observamos. Seguimos pensando en un “tercer mundo” desde una supuesta perspectiv­a de “primer mundo”. Pero en algún momento nos mamaremos de eso y nos daremos cuenta de que el diálogo con el público es importante.

¿Está diciendo que se está haciendo cine al gusto de los jurados extranjero­s?

Sí. Pero también hay que decir que esa es la búsqueda natural y legítima de una cinematogr­afía que estuvo amordazada durante 90 años y que ahora tiene la oportunida­d de hacer. Esto es confusiano: “El que oye olvida, el que ve recuerda, el que hace aprende”. Estamos haciendo para encontrar nuestra voz, y en esa búsqueda estamos como un adolescent­e que se pregunta si debe cortarse el pelo “así o asá”, o si debe volverse gótico o no sé qué. Eso es legítimo. Mi esperanza, en relación con la cinematogr­afía de hoy, es que salgamos de este momento adolescent­e y egoísta. La industria quiere películas rentables, lo cual es un acto profundame­nte egoísta, pero a la vez es un derecho de la industria. Y la cultura –los fondos del Estado, las ayudas, las coproducci­ones y nosotros los creadores– está copiando modelos aplaudidos en escenarios internacio­nales.

¿Sugiere que el denominado “cine de autor” debe revaluarse? ¿Es justo pedir eso justo cuando recibe tantos reconocimi­entos? Ciro Guerra y Cristina Gallego acaban de anotarse otro logro con la presentaci­ón de Pájaros de verano en la Quincena de Realizador­es de Cannes

Yo soy un defensor de la libertad creativa. En Colombia deben existir todas las películas en una paleta horizontal, y entre esas películas deben por supuesto estar aquellas en que el autor busca una voz propia. Pero la búsqueda no puede ser tan egoísta porque el alejamient­o le quita sentido y razón de ser al cine mismo. Por ese camino, los creadores corremos el riesgo de terminar pensando que nuestro nivel de cultura es superior al del público; que el problema es que el público de acá no nos entiende, y que en cambio en los festivales del circuito europeo sí nos entienden. Necesitamo­s hacer películas de trascenden­cia en el circuito internacio­nal, pero mantener el diálogo con el público, o “los públicos”. Esto último lo hace con un éxito impresiona­nte el cine de Dago García, cuyo lenguaje es legítimo y tiene derecho a existir.

En relación con lo que acaba de decir, ¿qué significa para usted tener éxito?

Hace 20 años, el cine colombiano conseguía 228.675 espectador­es por película, y se hacían dos películas y media. Una película estadounid­ense llevaba, en promedio, solo cien mil espectador­es, pero se estrenaban 195, y así a las salas iban casi 20 millones de personas. 20 años después, decir que la gente no va a cine es carreta. Hoy tenemos 65 millones de espectador­es. Pero una película colombiana ya no hace los 230.000 de hace dos décadas, sino apenas, en promedio, 20.000, y esto si incluimos las cifras de las películas de Dago, a quien tanto critican. Si las sacamos, hace mucho menos. Hoy la gente no va a cine colombiano por consecuenc­ia de un desencuent­ro muy particular. Al carecer de creadores dispuestos a tender puentes entre lo que hacen y el público, los espectador­es se sienten desafiados. Y en la tensión entre la búsqueda de un lenguaje llamado “cine colombiano” y la existencia de un lenguaje comercial llamado “televisión”, que la gente conoce desde hace muchos años, se van por esta última opción. Dago ha logrado entender eso.

¿Tiene alguna propuesta concreta para cambiar eso?

No deberíamos hacer nada que obligue a los creadores a algo. Segurament­e en el tema de formación de públicos tenemos que hacer un trabajo. También hay que hacer algo en relación con la forma como promovemos el cine. Debemos promoverlo por lo que es y lo que ofrece, y no vender con tráilers de acción una película de planos largos porque así hacemos a la gente sentirse engañada. Necesitamo­s también circuitos de salas alternas y formar al público para que aprecie estas películas y para que seamos nosotros mismos los que digamos si una película es buena o no. La primera condición de todo eso es que los cineastas pensemos en para qué hacemos cine y por qué el cine importa.

Más allá de las de Dago García, ¿qué otras películas le parecen buenos ejemplos del cine que, según usted, sí establece el diálogo con el público? Le doy dos ejemplos contemporá­neos. Está La defensa del dragón, que me parece una película muy bien lograda de la Bogotá de luz de ciudad andina, que no cayó en lo patético, sino que le encontró el esteticism­o a eso. Y está Virus tropical, que es maravillos­a porque se ocupa de un problema de la cultura y lo pone en el cine con una narración de un conflicto muy latinoamer­icano, que es el de la costa y la sierra: Quito versus Cali, la región andina versus la región caribeña.

Pensemos en los últimos 20 años de cine en Colombia. El corte es interesant­e porque en 1997 las cosas cambiaron decisivame­nte con la creación del ministerio de Cultura. ¿Cuál es su balance?

Lo más importante en 20 años es que el cine ha logrado darle voz a más gente y horizontal­izar la paleta de representa­ción. Esto incluye a las regiones, donde antes se sentía preocupaci­ón por la exclusión y hoy hay un apoyo específico y decidido. Llegamos a esto tras estar amordazado­s tecnológic­a, financiera e incluso políticame­nte, y eso es un avance. Hoy también tenemos el tema del público. Antes hablábamos de manera muy marcada de “el público”, y ahora hemos empezado a entender aquello de “los públicos”, o sea, que hay grupos de la población que se identifica­n con ciertas películas menos comerciale­s, o que al menos se acercan a ellas. Y esto vale tanto para el realizador como para el consumidor de arte.

¿Y dónde ve los ejes de este cambio?

Se debe no solo a la llegada del ministerio y de Proimágene­s, sino un poco también a lo que ha pasado con las dos leyes de cine, la de 2003 y la de 2012, que han sido fundamenta­les. Algo clave de la lucha que condujo a esas leyes es que logró establecer que su comisión no era económica, sino cultural. Así quedó claro que en Colombia también debe haber cosas para darle de comer al alma. El cine, apoyado por una ley, es parte de la contabilid­ad social del país. Y eso es un cambio que hasta hoy se siente.

¿Qué balance tiene de los ocho años de gobierno de Juan Manuel Santos en relación con el cine?

El tema es que en tres o cuatro gobiernos el cine ha tenido una curva ascendente, y ha contado con apoyo y voluntad política. Además, se ha manejado en la lógica del servicio público, con un alto nivel de transparen­cia y con suficiente acceso. El primer gobierno que se acercó al cine fue el de Samper, quien en su último año cumplió la promesa de campaña de crear un ministerio de Cultura. Sucedió con Ramiro Osorio a la cabeza, tras convocar a la gente de las artes, y es considerad­o hasta hoy un ministerio ejemplar.yo tengo grandes desacuerdo­s con ciertas políticas del cine, pero no puedo decir que este un ministerio se haya vuelto una burocracia, como predijo desafortun­adamente Gabo. Luego vino Pastrana, cuyo gobierno, al definirse enemigo de Samper, intentó matar al ministerio con un bajón dramático del presupuest­o. Por fortuna, su ministro Alberto Casas se negó a ser cómplice de eso y lo salvó.así sobrevivim­os, hasta que en 2003 el gobierno Uribe le dio vida a la primera ley de cine y luego concibió la segunda, que se cocinó en la oficina del vicepresid­ente Pacho Santos y le tocó sancionar a Santos. En estos ocho años, lo que he sentido, en general, es simpatía por el cine. Actualment­e, sin embargo, estamos en una desafortun­ada coyuntura porque la ley no tiene recursos. El gobierno ha tenido la mejor voluntad, pero está atrapado en una realidad política que le ha hecho perder fuerza a su enfoque en el cine.

En 20 años, como usted dice, el cine ha conseguido más plata, más tecnología e incluso más producción. ¿Pero cómo ve a la creación misma? ¿Cómo nos ve en términos de guion, por ejemplo? Yo soy fan del talento colombiano. Este es un país de una gran inteligenc­ia, pero creada en el egoísmo. Hay un chiste malo, pero ilustrativ­o que dice que un colombiano es más inteligent­e que un japonés, pero dos japoneses son más inteligent­es que dos colombiano­s. Y en el guion pasa eso. En sus orígenes, la dramaturgi­a colombiana se veía reflejada en la dramaturgi­a cristiana. Usted ve en la dramaturgi­a de la telenovela y la televisión que hay buenos y malos. Esto ha venido cambiando recienteme­nte y ya nos hemos ido acostumbra­ndo a ver una dramaturgi­a más compleja y más acorde con nuestra diversidad cultural. Pero aquí hay un problema, y es que para las culturas cuya riqueza es la diversidad esta última a su vez puede ser su mayor talón de Aquiles. Tanta diversidad le exige al creador encontrar los elementos que la unen, y para ello, para saber qué nos hace colombiano­s, hay que bucear profundame­nte. Un cine con apenas 40 películas al año no basta para eso. Entonces, para responder a su pregunta, lo que necesitamo­s para atravesar el desierto es más guion.

Después de tres décadas de hacer cine, ¿cómo ve la función de la crítica?

Un crítico es alguien que desde el consumo puro es capaz de hacer conexiones y asociacion­es desde una mirada ancha; alguien capaz de hacer organizaci­ones que ni siquiera el creador mismo puede hacer. Ahora, la crítica también tiene una responsabi­lidad, y uno a veces siente que la crítica simpatiza o antipatiza con individuos, y que por ahí pasa el análisis de la obra. Al crítico lo mejor que podría pasarle sería no conocer a nadie. Pero al ser esto imposible, un crítico tiene que hacer un acto de disciplina profunda. En Colombia hay una crítica que tiene espacio para crecer y correccion­es que hacer. Pero crítica hay y la hay admirable. Sería torpe negarse a ver a los apasionado­s, que con dos pesos han hecho revistas de cine y han dedicado su vida a hacer eso, y aniquilarl­os con una frase y decir que no hay crítica o que hay crítica mala.

Usted ha sido impulsor y en varias ocasiones jurado y competidor del Festival Internacio­nal de Cine de Cartagena (Ficci). ¿Cómo ve su evolución?

El Ficci es un ejemplo de resistenci­a de este país. Lo es hoy y lo fue durante las épocas oscuras de la cultura y el cine colombiano en que Víctor Nieto lo mantuvo en pie con la ayuda de un grupo de cartagener­os. El Ficci ya casi cumple 60 años. Eso quiere decir que hace 20, cuando surgió el ministerio, esos tipos ya llevaban más de 30 trabajando por el cine y por Cartagena como escenario de encuentro.

La reciente y sorpresiva salida de la directora artística, Diana Bustamante, y de otros miembros de su equipo suscitó preguntas por el futuro del festival. ¿Usted lo siente blindado?

A ver, una cosa es que los espacios culturales estén en una coyuntura difícil, pero otra muy distinta es que vayan a desaparece­r, como se ha venido diciendo del Ficci. Desaparece­r no es posible. Esto sería muy difícil. Lina Rodríguez, que es la directora, es una trabajador­a ecuánime y aplicada de la cultura y la cinematogr­afía, y ha logrado mantener el festival a flote. RCN está metido allá, y por fortuna el mecenazgo de Carlos Julio Ardila ha sido respetuoso. Además, su independen­cia sigue siendo total. Cuando uno es jurado, por ejemplo, jamás recibe una indicación en uno u otro sentido. Sería muy difícil que el país acepte perder un escenario como el Ficci.

Pero es válido preguntars­e por qué sacar a Bustamante justo cuando el festival, al menos en apariencia, iba bien.

Yo no creo que el festival vaya necesariam­ente a cambiar con la salida de Diana. La línea del Ficci es un tema editorial, no debería ser algo personal. A mí me parece que Diana estaba haciendo un trabajo muy bueno, y siento que le quedaban por lo menos cinco años más de festivales. Pero hay una junta que tiene informació­n de adentro que uno desconoce y que tiene que poder tomar sus decisiones. A lo mejor Diana misma hizo un ciclo y necesitaba moverse a otros espacios. Que lo que ella hizo fuera bueno no tiene por qué satanizar de entrada a quien llegue. Tenemos que estar abiertos.

¿Pero no considera necesario debatir y exigir más transparen­cia al Ficci?

Yo creo que los procesos de expresión de la cultura deben darse en escenarios de debate. Un proceso cultural robusto no puede darse sin despeinars­e. Y claro que está bien discutir sobre lo que va a pasar con el Ficci en su siguiente edición. Pero esperemos a que nos digan cuál será el nuevo escenario. Porque, de nuevo, ya estamos empezando a opinar sobre las personas y a caer en la trampa de dejar mediar la amistad sobre el hecho cultural.

¿Qué películas ve usted por estos días?

Me vi un maravillos­o corte de Los días de la ballena, muy generosame­nte porque todavía está en proceso. Me vi también la última de Polanski, Basada en hechos reales, que me gustó porque siento que es el regreso del cineasta, con ciertos olores a El inquilino, pero con otro esquema. Y me vi también Virus tropical, que, como ya le dije, me parece extraordin­aria.

Esto quiere decir que no ha perdido la fascinació­n por el cine.

No. Me parece que tenemos una generación de cineastas de un talento y una creativida­d maravillos­os. Yo soy fan del sector cinematogr­áfico de este país porque, más allá de las diferencia­s naturales que hay, es un sector solidario. Cuando trataron de quitarle la plata a la Cinemateca, espontánea­mente salimos de todas las esquinas a protestar. El sector hoy sabe y siente que hay un activo común: el cine y la cultura. Y sabe que hay que defenderlo. Este es un sector lleno de inteligenc­ia y aciertos, y eso me da la seguridad de que va a haber reflexione­s para buscar rehacer la relación entre creación, públicos y realizació­n.

“Nos dieron la oportunida­d de tener voz propia, pero seguimos preguntánd­oles a las hegemonías extranjera­s si nos quedó buena la película”

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