Arcadia

Una entrevista con el padre De Roux

En esta conversaci­ón con el presidente de la Comisión de la Verdad aflora una noción muy profunda de lo cultural. No es un atributo de la vida: es, al contrario, fundamenta­l porque constituye plenamente la dimensión misma de lo humano, desde lo individual

- por Camilo Jiménez Santofimio

Ala luz de lo que será la labor de la Comisión de la Verdad a partir del próximo noviembre, ¿qué significad­o cobra hoy para usted la palabra “cultura”? Cuando pienso en la cultura, pienso en cómo un pueblo expresa su identidad y su dignidad. Me refiero a la espontanei­dad del acto cultural y a que este, cuando es auténtico, proviene de lo más hondo de las tradicione­s, así como de la relación con la naturaleza. Esto último, el impacto del paisaje, fue precisamen­te lo que los alemanes construyer­on con el Romanticis­mo. La cultura, entonces, permite vivir la dignidad, celebrarla y compartirl­a. Es el conjunto de razones por las que un pueblo considera que la vida es importante y que el ser humano tiene grandeza. Por eso se convierte en una tradición; por eso pasa a los hijos y a los nietos.

Durante el conflicto armado en

Colombia, ¿dónde estuvo la cultura?

Tuvo un rol sobre todo en el trabajo de resistenci­a, y se expresó en el comportami­ento más sencillo de la gente. Me refiero a los símbolos que las comunidade­s conservaro­n o crearon para no permitir que otra simbología, la simbología de la guerra, profundiza­ra el terror y el silencio en que vivían. Esos símbolos mantuviero­n vivas la solidarida­d con aquellos que sufrían y la misericord­ia por aquellos que cometían errores. Todo esto se dio entre los habitantes de barrios populares, entre campesinos y pescadores, y hubo cosas preciosas y espontánea­s, de una grandeza enorme. En la comuna 13 de Medellín,

la cultura cumplió ese papel en las paredes en forma de grafiti; y en general lo cumplió en el teatro y en la música. Uno lo veía en situacione­s penosas, entre quienes huían porque habían sido desalojado­s o en los rituales fúnebres de los allegados de las víctimas de las masacres. La cultura le ayudó a mucha gente a no dejarse ganar por la agresión. Las víctimas siempre lo dicen: “Nosotros no nos vamos a dejar vencer por esto”.

¿Y qué no pudo hacer la cultura? ¿Cómo la terminó afectando la guerra?

Las afectacion­es fueron profundas y produjeron una pérdida enorme. A mí me tocó vivirlo, por ejemplo, en las comunas de Barrancabe­rmeja. Al tener que acostarse a las seis de la tarde y permanecer en casa hasta las seis de la mañana, la gente fue perdiendo su cotidianid­ad y sus rituales sociales. Al final quedó totalmente traumatiza­da. Los paramilita­res decidían qué se podía decir y qué no; incluso definieron qué canciones y ritmos usar y cuáles no. Establecie­ron una forma de peinar para los jóvenes y les prohibiero­n usar aretes; a las mujeres las persiguier­on y les prohibiero­n la minifalda. El terror y el miedo rondaban en todas partes y trajeron impactos profundos para la cultura en los territorio­s. Mi sensación es que barrieron con la cultura.

¿Siente que hubo una parte de la guerra dirigida consciente­mente contra la cultura?

Si algo especial tiene la cultura es que es el espacio abierto más grande de libertad y expresión del sentido de un pueblo. La cultura vive la libertad sin definirla, se aproxima a la verdad sin ponerle condicione­s, y celebra la vida sin limitarla. Estas son cosas muy incómodas para las expresione­s totalitari­as de una guerra. Entonces sí, las agresiones estuvieron dirigidas también a acabar con esos espacios.

La palabra “cultura” aparece mencionada apenas un par de veces en el acuerdo con las Farc, y la palabra “arte” no se encuentra en ninguna parte. ¿Falta conciencia del rol de la cultura en el conflicto y el posconflic­to?

Sin duda. Y que la cultura casi no esté mencionada en el documento se debe a que el propio proceso de paz necesitó mucho tiempo para acoger la dimensión humana, que era lo que realmente estaba en juego. En un inicio era un acuerdo político. Pero las víctimas, cuando fueron a La Habana, les hicieron sentir a los negociador­es que el problema más profundo no

“La primera verdad es el hecho del dolor profundo. Sin eso, uno no comprende nada”

era político ni económico, ni la corrupción ni la coca, sino una crisis radical del ser humano. Ahí entró al acuerdo la dimensión humana, y esto le introdujo también un trasfondo cultural, una conciencia sobre la ética y la moral.

Amplíe la idea de lo ético y lo moral en el acuerdo y proceso de paz.

Haber comprendid­o que la centralida­d del acuerdo eran las víctimas nos ha hecho saber, todavía muy frágilment­e, que nuestro problema es cultural. El conflicto nos hizo romper nuestro mundo simbólico y nuestro tejido social, y así nuestra primera labor será recuperarn­os como seres humanos, aceptarnos en medio de la diferencia, y en medio de la riqueza simbólica de un país diverso como el nuestro. Lograrlo produciría un cambio ético y moral porque nos enseñaría a vivir nuestra dignidad como sociedad. Esto es profundo en los indígenas, que no hablan de la dignidad personal, sino de la dignidad del pueblo, y que por eso viven en la preocupaci­ón de protegerse como pueblo. Nuestro problema ético de fondo es que hemos sido capaces de la destrucció­n del ser humano entre nosotros, en cada uno de nosotros. Es impresiona­nte.

Usted siempre ha dicho que en Colombia vivimos un trauma cultural. ¿Por qué no explica qué significa eso?

No es un trauma individual, sino uno que nos ha invadido a todos y que, independie­ntemente de si somos consciente­s de él o no, prevalece sobre nosotros.yo mismo llevo ese trauma cultural. La campaña política lo dejó ver con toda su fuerza; apareció en el plebiscito, y cualquier persona que entre a Twitter o Whatsapp inmediatam­ente lo siente. Los que elaboran teóricamen­te sobre el trauma, inspirados en pueblos que han sufrido mucho, se encuentran con que lo primero que hay es justamente un golpe de una violencia que ha llegado a todas las capas de la sociedad. No conozco a una familia en Colombia, o un vecindario o una comunidad, que no haya sentido el golpe del conflicto armado interno. Eso produce en la gente memorias espantosas, sentimient­os de dolor e de indignació­n, apetitos de venganza. Eso está allí, pero todavía no es el trauma.

¿Cuándo se da entonces?

El trauma empieza cuando surgen grupos de poder capaces de dominar el espacio de lo público, o el estado de lo público, de manera simbólica; es decir, grupos de poder capaces de impactar la cultura al entrar a interpreta­r lo que pasó. Querer interpreta­r es necesario en una sociedad. Es la manera de darle un sentido a una realidad difícil. Pero cuando ha habido una guerra las interpreta­ciones están cargadas de pasión, de indignació­n y rabia. Y si usted tiene tres interpreta­ciones de ese estilo, todas con pretension­es de totalidad, se produce el choque, es decir, el trauma. Por eso las familias no pueden sentarse a conversar sobre política, ni a evocar la memoria de los sufrimient­os de la guerra. El mundo simbólico que genera el trauma, sin dejarse notar, se mete en el espacio de la cultura y, sin nosotros darnos cuenta, nos toca profundame­nte.

¿Cómo sanar el trauma cultural?

Se requiere lucidez. Me refiero a la capacidad de ponernos por encima de lo que nos pasó y restaurar la autonomía que debe tener la cultura para zafarse de las interpreta­ciones políticas, económicas y sociológic­as que alimentan la confrontac­ión. De cierta forma, se trata de un esfuerzo por liberar a la cultura para que la cultura nos pueda liberar a nosotros mismos. Cuando el papa vino a Colombia, en su discurso y en su oración ante el Cristo de Bojayá trató de ponerse más allá de nuestro trauma cultural. En el fondo, lo que quiso decir fue:“a ustedes lo único que los saca de aquí es el dolor del ser humano, reconocer el sufrimient­o que hay en este pueblo más allá de cualquier interpreta­ción política o económica”.

Usted ha anunciado que presidirá la Comisión de la Verdad bajo esa misma convicción de la necesidad de empatía, de escuchar al otro, de sentir por el otro. ¿Cómo harán eso los once comisionad­os en relación con la primera tarea, que será la de “esclarecer la verdad”?

Vamos a avanzar en la medida de lo posible hacia un relato comprensiv­o en que todos los colombiano­s nos podamos encontrar. No será fácil, pero invitamos a los colombiano­s a que participen en una verdad que es de ellos, a que no le tengamos miedo a ser seres humanos.

Pero, de nuevo, ¿cómo esclarecer la verdad? ¿Qué es “verdad” para la Comisión de la Verdad?

Hay algo primordial en la verdad sobre el conflicto armado interno, y es que exige reconocer a las víctimas. De lo contrario, no hay salida. Tenemos que acercamos al dolor de todos: del indígena al que le quemaron el pueblo, del empresario al que le mataron a su mujer en un secuestro, de la multitud de desplazado­s por los paramilita­res, de las familias que tuvieron hijos que fueron falsos positivos del ejército de Colombia, de las familias de los militares que fueron víctimas. Concretame­nte, hemos estructura­do la labor de “esclarecim­iento” en tres momentos. El primero es lo que llamamos “comulgar en el impacto de la víctima”, que básicament­e consiste en acoger su relato, sentir su dolor y así hacer valiosa la manera como esa persona vivió las cosas. Esa es la verdad de esa persona. Colombia tiene que honrar ese impacto de la víctima, independie­ntemente de cualquier pregunta. Ese es el grito de fondo. La primera verdad, entonces, es el hecho del dolor profundo. Sin eso, uno no comprende nada.

¿El segundo momento?

Será tratar de entender los patrones que nos llevaron a terminarno­s agrediendo. ¿Qué hay debajo de una cultura que, por ejemplo, mete a sus niños en la guerra? ¿Qué hay debajo del comportami­ento de un guerrero que piensa que para dominar un territorio tiene que dominar el cuerpo de las mujeres de ese territorio? Esos patrones hay que ponerlos en evidencia porque los colombiano­s, solos, nunca vamos a querer ver eso. Luego viene el tercer momento, el de encontrar las razones históricas de por qué llegamos a estos patrones. Ahí trabajarem­os con las ciencias sociales, la economía y la política. Esto es central porque no somos una comisión de memoria. A nosotros nos toca explicar. Nos toca contribuir a que los respo nsables acepten responsabi­lidad.

Cuando la verdad es incómoda se tiende a negarla, a ocultarla, y esto es algo muy arraigado en la cultura colombiana. ¿Cómo piensan cambiarlo?

No haciendo otra cosa que invitando a las personas a aceptar responsabi­lidades. Errare humanum est, decían los latinos. Es normal fallar y, sobre todo, es bello reconocer. Lo más grande de un pueblo es aceptar que se vive entre seres humanos frágiles, que todos nos equivocamo­s.aprender a convivir es entender que el otro es necesario, entre otras cosas, para que nos corrija. Pero nosotros fuimos educados en la idea de que, si acepto responsabi­lidad de mis errores, estoy dando papaya; y de que uno no da papaya porque lo joden. ¿Qué hacer con los indiferent­es, con aquellos que no les interesa siquiera saber que existe una Comisión de la Verdad en Colombia?

Queremos y tenemos que avanzar hacia ellos, pues la cultura de la verdad no puede quedar reducida al ámbito, digamos, de “los convertido­s”. Ser indiferent­e forma parte de la quiebra espiritual de Colombia. Déjeme poner un ejemplo. Tras la masacre de Barrancabe­rmeja del 16 de mayo de 1998, lo que más me impresionó en la parroquia de jesuitas en la que estaba fue cuando celebramos tres días después el funeral. Pusimos 27 ataúdes vacíos porque a los muchachos se los llevaron y nunca apareciero­n, y otros siete ataúdes con cuerpos porque dejaron siete muertos en las calles del barrio El Campín. Lo que más me impresionó fue la soledad tan berraca en que estábamos. Nadie, ningún colombiano, llegó hasta allá para decir algo. Lo mismo me pasó un año después en la masacre de San Pablo, y lo mismo le pasó a la gente de La Gabarra y de El Salado. Todo eso es parte de toda esa multitud que se pretende colombiana, que se expresa por ejemplo en un partido de fútbol y no se da cuenta de que han ocurrido las cosas más salvajes en su entorno y de que somos todos nosotros los que estamos rotos en realidad. ¿Me comprende?

Sí. Pero no ha dicho cómo piensa encontrarl­e una solución a esta parte de nuestra idiosincra­sia.

Hay que trabajar para que nuestra cultura se zafe de las interpreta­ciones ideológica­s. La cultura tiene que emerger del silencio al que ha sido sometida, tiene que volver a poder ocupar un campo simbólico y reconquist­ar su poder por encima de quienes insisten, por ejemplo, en que en Colombia nunca hubo un conflicto armado interno, o en que lo que ha pasado es marginal.

¿Será posible liberar de esa forma a la cultura en un país ideologiza­do y radicaliza­do en esa ideologiza­ción?

Uno de los peligros del trauma es que tiene horror de la memoria porque no sabe cómo manejarla. La memoria no debería ser un problema, pero lo es cuando un pueblo no la incorpora de una manera creativa. Nosotros queremos contribuir a eso. Nuestras víctimas son parte de nuestra cultura, parte de nuestra dignidad, parte de nuestras raíces. No tenemos por qué temerle a eso. Hay que decirlo con tranquilid­ad: nuestras masacres son parte de nuestra cultura, nuestros falsos positivos son parte de nuestra cultura, nuestro arrasamien­to del pueblo indígena y del pueblo afro es parte de nuestra cultura.

¿No es eso muy drástico? ¿Por qué debería alguien que nada ha tenido que ver con una masacre sentirse aludido o invitado a estar de acuerdo con esto?

Es que ese es un paso hacia rescatarno­s como seres humanos. Nadie es más fuerte que quien ha tenido que salir de la mierda para hacerse a sí mismo, y eso incluye a todos. Me encanta el salmo que dice: “Quién como tú, Dios, que sacas del estiércol al pueblo que ha sufrido para ponerlo en dignidad”. Nunca fueron tan grandes los alemanes como cuando fueron capaces de aceptar su barbarie y escribir esa constituci­ón que es única en el mundo y cuyo primer párrafo dice: “La dignidad humana es intocable”. Pienso que si los colombiano­s logramos ese despertar profundo, independie­ntemente de quiénes sean el presidente, los altos mandos militares y los jueces, habremos alcanzado algo muy hondo. Nos habremos encontrado a nosotros mismos.

Esta edición de ARCADIA celebra la cultura del Pacífico colombiano. En sus numerosos recorridos por el país, ¿qué impresión le ha dejado esa región?

De los pueblos de Pacífico me parece admirable sobre todo que, habiendo sufrido un impacto tan profundo, reaccionar­on con un extraordin­ario coraje a través de expresione­s simbólicas, resistiend­o a un conflicto que quería someterlos al terror y al silencio. Lo hicieron porque sus tradicione­s culturales son muy hondas. No se las pudo arrebatar la esclavitud. En medio de la oscuridad que les tocó vivir como expatriado­s, fueron recomponie­ndo cosas que traían en el adn de sus tradicione­s, y ya lo habían significad­o a través de sus cánticos en la celebració­n de los funerales de los niños, en los alabaos, en los entierros, en la forma como recompusie­ron, por ejemplo, los villancico­s de las clases dirigentes españolas. Los retomaron, los enmarcaron en sus costumbres traídas de África y les dieron un sentido propio.

Con esto vuelve a la idea de resilienci­a, de la vida después del “estiércol” mencionado en aquel salmo que recitó...

Sí, y en los pueblos del Pacífico esto es muy marcado, porque, a pesar de que se sabían sometidos a la humillació­n y a ser considerad­os como menos por el resto de los colombiano­s, fraguaron desde allá una gran fuerza. Y esta fuerza hizo, por ejemplo, que cargaran nuestro folclor con el currulao y otras expresione­s muy propias. Esa fuerza se manifiesta en todas partes, en la resistenci­a de las tradicione­s culinarias, que uno capta inmediatam­ente en la plaza de mercado de Buenaventu­ra, o en cómo se expresan sus gentes cuando salen a marchar, muy unidas a las celebracio­nes tradiciona­les. Si uno lee todo esto con cuidado, y tiene en cuenta que la afectación de la que fue objeto desató en el pueblo afro una reacción de comprender que no tenía nada que esperar del pueblo colombiano, uno nota inmediatam­ente la audacia y el coraje de esas comunidade­s.

No tenían nada que esperar del resto de Colombia… Esto recuerda lo que usted dijo sobre haberse sentido solo tras la masacre de Barrancabe­rmeja. ¿Cosas así, entonces, hacen más fuerte a una comunidad?

Los colombiano­s los habíamos abandonado y considerad­o seres inferiores, pero ellos saltaron a demostrar su grandeza humana, y también a hacernos sentir a los demás que sin ellos este país es muy poca cosa. Y nos lo van a hacer sentir con mucha fuerza en los años por venir, no solo en el deporte, como lo han hecho en los últimos tiempos, sino también en el aspecto de la inteligenc­ia. Muy segurament­e harán de Chocó, justamente desde las raíces culturales, lo que nosotros no hemos podido hacer con nuestra propia riqueza cultural.

“Haber comprendid­o que la centralida­d del acuerdo eran las víctimas nos ha hecho saber, todavía muy frágilment­e, que nuestro problema es cultural”

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