BORN
TO RUN
Un joven, hasta entonces desconocido, salta de un lado a otro para evitar el frío y lee un artículo que los administradores del sitio donde va a tocar en unas horas han pegado sobre la ventana. Era 1973, en Cambridge, cerca de Boston y para ese joven el hecho de ver su nombre, Bruce Springsteen, en una revista local era una pequeña victoria. Años después seguiría con el mismo look de esos días: jeans, camiseta y barba –aunque ahora mucho más blanca–, pero a diferencia de muchos otros músicos, sus sonidos sí cambiaron, se hicieron eternos. Esta escena la cuenta David Remnick, director de TheNewYorker, en el perfil que le hizo a Springsteen. La reseña que leía Bruce la había escrito Jon Landau, que años después se convertiría en uno de sus principales asesores. Curiosamente aquella vez lo había criticado: allí empezó el mito.
Si algo ha tenido Springsteen es que ha sabido reinventarse sin perder su esencia: “A diferencia de los Rolling Stones, que no han escrito ni una gran canción desde la época disco y solo se juntan para aumentar sus fortunas y ser su propia banda de covers, Springsteen se niega a ser un curador mercenario de su pasado”, dice Remnick en el mismo perfil.
Son veinticuatro álbumes, más de veinte premios Grammy y muchas giras, que Springsteen ve como verdaderas formas de automedicación. Sus conciertos muy raras veces se repiten y es de los pocos artistas capaces de tocar todas las canciones que el público le pida. Además, en momentos de corrección política extrema, ha hecho de sus canciones una forma de protesta social y no ha dudado en expresar su apoyo a Obama o sus críticas a Trump.