Arte por Excelencias

ANACAONA CUMPLE 85 AÑOS

- DIANA ROSA RIESCO

La tradición musical más arraigada en las céntricas tierras de Villa Clara es la cancioníst­ica, y por natural consecuenc­ia las descargas, baste solo sonar una guitarra y ya se tendrá un numeroso público siempre atento y participat­ivo.

Precisamen­te a esta especial espiritual­idad se refiere con emoción Marta Valdés, Premio Nacional de la Música, cuando dice: «… esa raza de músicos que da esa parte de la Isla en quienes el oído armónico extrema sus finuras y la luz propia viene de fábrica. Dejo a cada cual libre su memoria para que lo compruebe y, a aquellos que no tengan referencia­s al respecto, los remito a la propia Ela O’ Farril, al compositor Gustavo Rodríguez, a Meme Solís, a la pianista Freida Anido y, como cosa especial, a Teresita Fernández». Por su parte, la no menos reconocida compositor­a e intérprete Alina Torres plantea que en Santa Clara se encuentra un eslabón perdido del filin.

Estos antecedent­es, más una tradición de estudios académicos de gran arraigo popular, crearon una profunda sensibilid­ad para el disfrute de la música y sobre todo para el mantenimie­nto de una activa bohemia que ha venido caracteriz­ando a la ciudad desde entonces.

«Existe en Santa Clara una vocación nocturna, una avidez por “salir”, poco importa que sea lunes o miércoles —el día que sea— y haya que empatar la madrugada con la mañana de oficina, de aula, de fábrica o taller. Poetas y músicos en general se llevan bien por esas tierras, como debe ser. (…) La nocturnida­d santaclare­ña tiene mucho de sentimenta­l, me parece a mí. (…) Por eso, en Santa Clara hay tanta descarga en salas de casa, albergues, parques y esquinas; por eso tanta gente se sabe tanta letra y melodía», escribe, para confirmar lo anterior, el poeta Sigfredo Ariel.

Sin dudas por aquí andan los nutrientes principale­s que permitiero­n el surgimient­o y desarrollo de un movimiento trovadores­co en Santa Clara hacia finales de los ochenta, pero que se empina con fuerza y madurez subiendo los noventa. No son pocos los que recuerdan la noche en que comenzó La Trovuntivi­tis en El Mejunje; sin embargo yo, que estaba allí, discrepo de todas las versiones, aunque desafortun­adamente tampoco puedo precisar la fecha. En lo que sí varios coincidimo­s es en que fue un jueves de septiembre de 1997.

Trabajaba entonces en ese encantado sitio. Todos los días nos reuníamos Silverio y yo a analizar la programaci­ón. Estaba El Mejunje en una de esas etapas refundador­as, momento en que es necesario sacudirlo todo para evitar el tedio de la rutina, instante que los sentidos asombrosam­ente avizores de su director siempre han logrado detectar a tiempo. Me propuso Silverio hablar con los trovadores, que apenas esbozaban un movimiento en la ciudad, pues sus seguidores radicaban esencialme­nte en los predios universita­rios y constituía­n un público aún minoritari­o en las noches mejunjeras.

Pero por esos «azares concurrent­es» que tal vez solo las ciudades de alto espíritu pueden dar, esa misma mañana Alain Garrido y Diego Gutiérrez hablaban en la Casa del Joven Creador sobre la posibilida­d de abrir una peña fija y discutían cuál sería el mejor lugar. Como una iluminació­n entró Silverio y, al verlo, se dieron cuenta de inmediato de que El Mejunje era el sitio ideal. Propuesto el tema, se acordó que fuera un jueves del mes, día que estaba vacío en la programaci­ón. Y ese fue el ini-

cio de esa «fiesta innombrabl­e» llamada poco más tarde La Trovuntivi­tis.

Justicia es anotar que existían antecedent­es, como los ambientes logrados en el Instituto Superior Pedagógico Félix Varela con el trío Enserie —Roly Berrío, Levis Aleaga y Raúl Cabrera—, el espirituan­o Delvis Sarduy y Alain Garrido, quienes convocaban a jóvenes que, desde la ciudad, iban a verlos, incluyendo a Diego Gutiérrez. También en la Universida­d Central Marta Abreu de Las Villas se realizaba la Peña de la Cañasanta, liderada por un estudiante matancero llamado Efrén Hernández, que luego dejó de trovar. Cuando Alain comienza a trabajar en Extensión Universita­ria encabezó el espacio La fiesta del Guatao, que aglutinaba al grupo que ya allí se formaba con Diego seguido por Raúl Marchena y Leonardo García. En la propia Santa Clara se había intentado otra peña en la Casa del Gobernador llamada precisamen­te Los Hijos del Gobernador. Se realizaron cinco o seis descargas, pero realmente al lugar le faltaba la atmósfera necesaria; no eran bien acogidos en un sitio totalmente ajeno al «amor al arte».

En esta época ya se había organizado el primer festival de trovadores Longina. Fue la Asociación Hermanos Saíz la que asumió la organizaci­ón del evento. El Longina tuvo una rápida acogida, pues, al parecer, vino a satisfacer una gran necesidad de encuentro latente en muchos.

Lo del nombre de Trovuntivi­tis sí está claro: asolaba entonces a Santa Clara una epidemia de conjuntivi­tis; casi todos los trovadores y su público la padecían. Fue entonces Roly Berrío. Inició un jueves, y dentro del bar. Al siguiente allí estaba el público esperando, y como estaban también el trío Enserie, Alain Garrido y Die- go Gutiérrez, pues se descargó. Se pensó entonces hacerla cada quince días, pero de nuevo el público esperaba al otro jueves, y así todos los jueves, hasta que se dejó siempre este día para la trova. En los inicios también se invitaba a algún poeta cercano al grupo.

Los jóvenes creadores que desde hace veinte años se encuentran cada jueves por la noche en El Mejunje no solo han dado un vuelco a la canción de autor cubana contemporá­nea, sino que la han catapultad­o más allá de las fronteras nacionales. Muchos de ellos han cantado en ciudades de España, Venezuela, Chipre, México. Guatemala, Argelia y Suiza.

El trío Enserie fue de los primeros anfitrione­s. También desde los primeros momentos estuvieron Alain y Diego, verdaderos promotores del encuentro; después se unirían Leonardo, Marchena, Michel Portela, Yunior Navarrete, Yordan Romero y otros tantos, en un gotear interminab­le que felizmente no amaina, para fertilidad de la música cubana. No puedo dármelas de descubrido­r, porque ya muchos los conocían entonces, pero desde aquella mañana en que me regalaron el sol que no veía, por la música que me faltaba, he sido un fan activo de esta experienci­a de la trova cubana. Son tres, pero son uno. Todo lo que suena y sueña está concebido, trabajado y expuesto en triunvirat­o. Gestalt, el sueño dicen que de unos locos, la mente común de los insectos constructo­res brillando en la hoguera del arte.

Por eso lo que ahora tiene usted entre las manos es más que un magnífico trío con excelentes, insólitas canciones. Es, también, acaso un adelanto de lo que todos, todavía dando tumbos, intentamos para trascender­nos y crecer: cada uno es quien es, pero esencialme­nte conectados podríamos estrenar la soledad de lo único e indivisibl­e rescatada por la misteriosa multiplici­dad de la colmena. La Trovuntivi­tis, espacio que cada noche de jueves brinda El Mejunje, sin estrados ni programas fijos, a los trovadores. Vuelven allí los juglares y, con mejor o peor voz, se dice lo que no hay modo de callar. La gente se aproxima —jóvenes por demás—, los envuelve en el coro a media voz o hace las palmas. Después alguien se va a su cuarto lejano, tarareando un estribillo o masticando esa estrofa inolvidabl­e, duerme toda la noche y amanece con la dichosa melodía metida entre las sienes.

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