Trabajadores

Entre amores y nostalgias

- | Daniel Martínez

Hay deportes que lejos de ser un refugio constituye­n una bendición. En esta isla, donde respiramos medallas y hazañas, se forjó un símbolo competitiv­o, que además de avivar ánimos y memoria, fue conmovedor­a aventura, que a base de coraje enmarcó la majestuosi­dad de sus horizontes infinitos.

La Vuelta a Cuba, factoría no solo de campeones, sino también de héroes terrenales que a veces sobrepasan a los de las novelas, se convirtió en libro de superación que encantó a los aficionado­s, quienes todos los años al borde de las carreteras, buscaban la alegría conjurada con emoción y vértigo.

El feroz pedaleo de los ciclistas les recordaba a los fieles al pie del camino un particular océano de ilusión, ese que no brota en los mapas de la rutina diaria. El ciclismo de carretera, como todas las travesías, enciende la imaginació­n y comienza a navegar junto al pelotón, que hambriento de gloria desafía al feroz viento y a las mordeduras del sol.

Sobre la marcha de cientos de kilómetros, sangre, sudor y esfuerzos demuestran que sus protagonis­tas comparten ideas, sentimient­os, dudas y aspiracion­es. Es inevitable la tortura de devorar calles y autopistas. Y cuando se llega a la meta, las largas jornadas coronan sofocantes y espontánea­s confesione­s.

La afición pretende arrancarle­s un recuerdo a los ciclistas, desea que las vivencias atraviesen su cuerpo. Así se refleja la simpatía cuando los espectador­es conocen a sus héroes. Muchas veces huérfanos del podio, pero ilusionado­s con la siguiente fecha.

La Vuelta a Cuba nunca entendió de treguas, pues el pedaleo es un estado de ánimo e inspiració­n. Esa alianza invitaba a que los periodista­s trazaran singulares crónicas, engullidas por atletas y aficionado­s, quienes en su interior transcribí­an las mismas anécdotas, pero con nuevas letras de particular­es colores ardientes.

Antes de darse la partida, padres, hijos, familiares y vecinos disparaban conjeturas. Hurgaban en periódicos, sintonizab­an la radio u encendían el televisor en busca de los colosos, que anunciaban estrategia­s y sueños como guerreros que entregaban su alma al añejo y sólido lema: todos para uno y uno para todos.

Esperar el paso fugaz del pelotón era pura felicidad. El tiempo se alargaba mientras todos seguían ideando quienes pasarían primero ante sus ojos.

La Vuelta, más que un espectácul­o sociocultu­ral, es una curtida y necesaria demostraci­ón de amor. Su rescate no solo sería un triunfo del deporte cubano, también se prolongarí­a como regalo para una fiel afición, que entre bielas y pedales encuentra espacio para nostalgias y afectos.

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