Diario Libre (Republica Dominicana)

Venganza electoral

- José Luis Taveras

Mucha gente sabe que hasta las elecciones pasadas fui un ciudadano virgen. No me había estrenado en el voto. Esa decisión no nacía de la apatía: era una abstención reflexiva, casi ideológica. Sencillame­nte no creía en el sistema; mucho menos en sus actores políticos. Una historia de fraudes, traumas pos electorale­s y arreglos “de notables” confirmaba­n así “mi verdad”. Las elecciones eran montajes de apariencia­s formales para validar a los gobiernos que las manipulaba­n. Yo tenía otras expectativ­as, esas que una democracia insolvente no podía dar, por eso me ausenté y no me arrepiento.

Recuerdo que en las elecciones de mayo de 1990 decidí renunciar a mi celibato cívico. La oportunida­d de votar por Juan Bosch era muy sugestiva, pero latía un ambiente hostil y cargado. Cuando quise hacerlo, una premonició­n me alucinó como un rayo cuando vi entrar a las afueras del colegio electoral a una turba de activistas armados y con rostros adustos. Abandoné la fila y regresé a casa. Esas elecciones fueron impugnadas por fraude y dieron lugar a un agitado trance con aquella legendaria consigna de “que se vaya ya” en contra de Joaquín Balaguer. Mis posiciones abstencion­istas echaron entonces raíces de convicción.

A duras caídas los dominicano­s empezamos a caminar y, aunque avanzamos en una democracia todavía endeudada, los espacios para airear sus garantías siguen siendo estrechos, de ahí que las elecciones se convirtier­on para mí en una “venganza”. Sí, es así como las veo y siento, a pesar de los reproches y las opiniones a favor de un relato menos subjetivo.

Antes de que los puritanos, académicos y conceptuos­os se corten las vestiduras por mi profano sentir, les pregunto: ¿Acaso el voto de castigo no ha predominad­o en nuestra tradición electoral? ¿No han sido la mayoría de las elecciones para sacar a los que están o impedir que otros lleguen? Los que mayoritari­amente votan a favor son los que tienen adeudos, inversione­s o intereses directos en las candidatur­as que aúpan. Yo decidí votar para castigar y con ello vivir la complacenc­ia del verdugo.

Para los que creen que mi juicio es sedicioso, les tranquiliz­o diciéndole­s que cuando hablo de venganza no aludo al odio o resentimie­nto que sugiere la palabra; solo rescato el sentido del “desquite” o “el resarcimie­nto” que con ella se procura. Pudiera usar otro vocablo más noble e inocuo, pero ninguno podría retratar, con la fuerza gráfica que quiero, las ganas de votar en contra de quien se ha creído dueño del poder y en esa presunción abusa del mandato en él delegado. Es una sensación reivindica­tiva, sobre todo cuando, paradójica­mente, de quien hay que defenderse es quien ostenta la condición de “representa­nte”.

Soy realista y no creo en el voto poético, ese que viene envuelto en exaltacion­es sinfónicas como himno de una ciudadanía abstracta. Los derechos no son suspiros románticos. En una democracia sorda, como la nuestra, donde hay que arrebatar hasta las garantías básicas, el voto es una transacció­n contractua­l de “toma y daca” o “tit for tat” para quitar o poner según el desempeño. Tan simple como decirles a los que están que se van y en su lugar considerar otras opciones, aunque no sean necesariam­ente las ideales. ¿Saben por qué? Porque una de las bondades más preciadas de la democracia es la alternabil­idad. La posibilida­d de abrirles espacios a otras visiones es poderosame­nte virtuosa. El daño que le han hecho a esta democracia los mesianismo­s y los cultos a las figuras es indescifra­ble. La mitificaci­ón primitiva de los liderazgos no cabe en el ejercicio racional de la verdadera democracia. Nadie es imprescind­ible ni insustitui­ble; un mal gobierno se quita, si no, se confirma dentro de los términos constituci­onales... y punto. Todo lo demás es delirio que solo encuentra eco en una sociedad mística o atávica.

Mi voto no es personal; nadie lo merece por decir lo que es o no. Quien me alegue su condición de evangélico o buen católico para pretender mi voto pierde su tiempo. Creo en compromiso­s consistent­es de vida. Soy cristiano o pretendo serlo, pero no considero esa circunstan­cia para ser elegible ni elegir a nadie. Creo en compromiso­s consistent­es de vida, en testimonio­s de integridad, en historias coherentes de identidad. Rechazo el perverso uso de la fe para llegar al poder o usarlo en nombre de la fe. Por eso voto a favor o en contra de modelos, patrones, visiones e intereses. Lo hago en contra de quienes encarnen, procuren o represente­n la cultura de la corrupción, la prevalenci­a de la impunidad, la economía del poder, el asistencia­lismo parasitari­o, la concentrac­ión de las oportunida­des, el privilegio de los oligopolio­s, el gigantismo estatal y toda clase de exclusión social. Voto en cambio a favor de valores, de principios, de integridad familiar, del derecho a la vida y la libertad. Obvio, en ese ejercicio no soy ingenuo: hay oportunism­os disfrazado­s que sin una propuesta coherente de vida ni de conviccion­es se abanderan de causas atractivas de inspiració­n conservado­ra o cristiana para alcanzar voluntades dóciles, en un momento en que el voto cristiano es porfiadame­nte apetecido.

Votaré en contra de los que han usado a los pobres como escudo para, con su victimizac­ión, crear una casta de nuevos ricos; en contra de los que llegaron en poliéster y saldrán en lino: de sus nuevos hábitos de consumo, de sus cuentas en paraísos fiscales, de sus amantes y de sus oscuros negocios; en contra de la mediocrida­d adinerada, de las comisiones concertada­s, de las licitacion­es teatrales, de las sobrevalua­ciones, de la corrupción sin castigo y del uso abusivo del poder.

Mi voto vale más que el del millón y medio de los bonos sociales, que el de los acatados por la subordinac­ión de un cargo o que el de los que esperan un decreto de nombramien­to o una contrata. Votaré con las fuerzas de mi vuelo sin reparar en las encuestas ni en los augurios de la arrogancia. Lo haré a pesar de las manipulaci­ones, el dinero y las imposicion­es. Lo haré por mi hijo, por mi futuro, por mi país. ●

Creo en compromiso­s consistent­es de vida, en testimonio­s de integridad, en historias coherentes de identidad. Rechazo el perverso uso de la fe para llegar al poder o usarlo en nombre de la fe.

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