La autoridad de la Iglesia en crisis
Todavía el Papa Nicolás I (858 – 867) vivió con una cierta seguridad a pesar de los conflictos y amenazas padecidos. Gradualmente el Imperio Carolingio se desintegraría bajo la violencia y la destrucción de las invasiones de los normandos, sarracenos y húngaros durante los siglos IX y X. El imperio de Carlomagno acabó en anarquía. La respuesta al colapso de la autoridad central será el feudalismo, un sistema que permitía al señor local mantener el control de la tierra y darla a los siervos para que la trabajasen, a cambio de seguridad y “orden”. Este sistema promovía un orden sumamente ventajoso para el dueño de las tierras y muy pocas oportunidades a los siervos de mejorar su vida. Muchas veces, los siervos estaban obligados a quedarse en la misma tierra.
Cristopher Dawson pintó así la sociedad y la Iglesia: “Las ciudades están despobladas, los monasterios arruinados, la campiña convertida en un desierto...al igual que los primeros hombres vivieron sin ley ni temor de Dios, abandonados a sus pasiones, ahora cada uno hace lo que les parece bien a sus ojos, despreciando la ley humana y la divina y los mandamientos de la Iglesia. Los poderosos oprimen a los pequeños; el mundo está lleno de violencia contra los pobres y de pillaje contra los bienes de la Iglesia...Los hombres se devoran unos a otros como si fuesen peces en el mar” (citado por Thomas Bokenkotter,1977, “A Concise History of the Catholic Church”, 112).
Roma estaba atrapada por las rivalidades locales. El papado tuvo que intervenir a las buenas y a las malas en las peleas de la nobleza romana y las del sur y del centro de Italia, tras las cuales se encontraba con frecuencia el Imperio Bizantino, que pretendía recuperar su influencia sobre Italia. Por su parte, el emperador de Occidente reclamó el derecho de intervención en la elección papal y exigió a los romanos el juramento de fidelidad.
Pero eso no quiere decir que el Papa fuese siempre un simple muñequito en manos de los Emperadores. Ya vimos, por ejemplo, cómo el Papa Nicolás I, 858 – 867, se pronunció contra el rey Lotario II, por su vida inmoral y disoluta. En esto fue ayudado por las Decretales del Pseudo Isidoro que liberaba a la iglesia de tutelar los laicos y establecía la supremacía del Papa sobre los obispos. Hoy sabemos que el documento era del siglo IX e Isidoro de Sevilla murió en 636. Pero Adriano II, el sucesor de Nicolás, un anciano vacilante, tuvo que aceptar la decisión de Constantinopla de colocarse en segundo lugar en la lista de los patriarcados. Bajo presión, le levantó la excomunión a Lotario II y su querida Waldrada y aceptó a Anastasio entre sus funcionarios, siendo así que era un conocido cómplice de saqueos y de una violación.
El papado se había convertido en un cargo apetecible para los poderosos y no precisamente por motivos espirituales. Las intrigas de las familias patricias romanas, que ya habían comenzado en el siglo VII, iban a hundir la dignidad de los obispos de Roma, igual que antes había sucedido con la de los otros obispos. Después de Carlomagno († 814) vendrán unos siglos que merecerán el título de “siglos oscuros del Papado”.
Es entonces cuando llegan a la sede de Pedro individuos que debían su puesto a sórdidas intrigas, cuando no al puñal y la espada propia, o a las bandas al servicio de sus familias. El Papado vivía a merced de las disputas de las principales familias: los Túsculos, los Crescencios y los Teofilactos. César Baronio († 1607), historiador y defensor de la Iglesia, definió aquella época de la Iglesia romana, “el poder de la pornocracia. No será agradable, pero hay que estudiar algunas de esas tristes figuras.