Mejía: el valle de los 9 volcanes
el valle de los 9 volcanes
Es improbable encontrar en un solo cantón la diversidad de climas y paisajes de Mejía, en el centro de la serranía ecuatoriana. A través del recorrido al que nos lleva César López, conoceremos este territorio que incluye desde las cumbres de casi todos los volcanes que se ven desde Quito hacia el sur, hasta los bosques nublados de Tandapi.
De toda la diversidad que hace al Ecuador un país único, este artículo se ocupa de un rincón al extremo sur de la hoya del río Guayllabamba. El cantón Mejía es parte de Pichincha, y limita con otras provincias al sur (Cotopaxi), este (Napo) y oeste (Santo Domingo de los Tsáchilas). Se asienta en uno de los valles más característicos de la Sierra ecuatoriana, donde predominan el verde y el encanto. Se enmarca en un paisaje andino que ya ha sido elogiado por propios y forasteros.
Podríamos aquí redundar en similares muestras de admiración, mas solo haremos un somero recorrido por su geografía y dejaremos que las fotografías sean las que hablen con el poder testimonial que tiene la imagen. A través de ellas, el lector casi sentirá el frío de las ásperas cumbres. O palpará la humedad que se condensa alrededor de ellas para convertirse en riachuelos y, más abajo, embeber los campos, solo para seguir descendiendo y volver a vaporizarse en las cálidas tardes de los bosques occidentales.
El agua se eleva, se junta, baila con el viento; se deja caer y se retuerce por fisuras, acequias y quebrada; penetra el xilema de las plantas y las entrañas de bestias y humanos. Este juego cotidiano crea y recrea la orografía del cantón Mejía y vincula en una red viva sus nueve volcanes y sus ocho parroquias.
De entre las parroquias, la más joven es Cutuglagua, al pie del volcán Atacazo, que se confunde ya con el entramado urbano de Quito. Esta situación confiere una identidad híbrida a sus emprendedores habitantes. Hacia el oriente está Uyumbicho, parroquia en la que aún se disfruta un aire de pueblo. Famosos son su fuerte y sus arepas. Las crónicas de la Colonia celebran sus bosques –los “bosques de Panzaleo”– de los que se extrajo la madera para edificar los santuarios de Quito. También sirvieron para erigir la iglesia local, desde la que se puede ver la caldera del Pasochoa, albergue de uno de los últimos remanentes de las afamadas florestas.
Tambillo lleva inscrita en su nombre la condición de sitio de paso y posada. Quizá la denominación provenga de que fue el último
campamento de Benalcázar antes de su entrada a la Kitu inca, pero la tradición hospitalaria persiste hasta el presente. Siempre ha sido sitio de transferencia y confluencia vial: todavía hay vestigios del Camino del Inca o Qhapaq Ñan, y por aquí pasó en la Colonia el Camino Real que años más tarde se convertiría en el carretero de García Moreno. Aquí se emplazó una trajinada estación de trenes que hoy cumple funciones turísticas, y aquí se unen la vía Panamericana, desde el sur de Quito, con la vía que lleva al valle de Los Chillos y, desde hace poco, con la avenida Simón Bolívar que trae a la gente desde el norte de la capital.
Si seguimos hacia el sur encontraremos el desvío a la Costa. Aquí está la parroquia próspera y antigua de Alóag. La estratégica posición que la hace paso obligado no quita que sea también magnífico destino: su centro colonial es encantador; la reserva de bosque andino Bombolí es incomparable para ver orquídeas; y sus haciendas, hoy convertidas en hosterías, son albergue apropiado para desde allí cabalgar en torno al cerro La Viudita.
Si de Alóag descendemos por la pendiente, pronto estaremos en la parroquia Manuel Cornejo Astorga, más conocida como Tandapi. Se asienta –también podríamos decir que se cuelga– en una de las vertientes occidentales del Atacazo y de su vecino escondido: el volcán Ninahuilca (en kichwa, “fuego sagrado”). Aquí prospera la ganadería de leche y de carne, y también lo hace la diversidad de la vida.
Si volvemos a ascender y retomamos la Panamericana hacia el sur, llegaremos a Aloasí. Su antigüedad compite con la de los nombres del volcán en cuyas faldas descansa: Corazón, y antes para los incas Anchasit (el resplandeciente), y antes para los panzaleos Guallanatzo. En sus pastizales y sementeras encontraremos la placidez de las postales; contra este fondo pastoril se levantan las fulgurantes torres del santuario de Nuestra Señora de los Dolores. Poco más al norte, el frío nos anuncia la parroquia de El Chaupi, la antesala de dos montañas en abrazo eterno. Los Ilinizas están custodiados por la reserva ecológica que lleva su nombre.
Por último, cruzando la carretera y hacia el norte, está Machachi, la cabecera cantonal.
Su nombre, además de sonoro es certero: algunas etimologías lo equiparan a “gran territorio activo”. Basta alzar la vista hacia los volcanes que lo rodean para no tener que especular por qué podría llamarse así. La planicie de la que nace uno de los ríos que pasan por Machachi –el Pedregal– también atestigua ese pasado volcánico: no hay humedal, manantial o páramo que no esté lleno de los piroclastos que ha expulsado el Cotopaxi en alguna de sus erupciones. La cabeza despedazada del Sincholagua también habla de la violencia geológica del pasado. Esa telúrica y el paciente empeño del agua y el viento esculpieron la “cara de piedra” del Rumiñahui, su perfil aserrado y desafiante.
Machachi, a pesar de haber superado los 25 mil habitantes, proclama su raigambre agrícola. Su memoria también incluye una tradición hotelera, surgida de su condición de paso obligado y del atractivo de sus fuentes minerales. Los oficios manuales forman parte del acervo machachense: curtidores, carpinteros, hojalateros, talabarteros, sombrereros, sastres, ocupaciones que se mantienen a pesar de la presión que sobre ellos ejerce la vorágine moderna.
Pero no todo es trabajo o industria. La ciudad se precia de sus sitios de recreo y encuentro y del buen uso que le dan sus habitantes. En el parque central cruzan itinerarios para la conversa o el descanso a la sombra de sus añosos árboles. Más ajetreada, más confusa y colorida es la escena de los domingos en la plaza cubierta, donde los matices de los atavíos de moda compiten, en un mano a mano memorable, con el de las frutas y legumbres andinas.
En ocasiones especiales la distracción se transforma en festejo. Es el caso de los carnavales, que aquí se bautizan “cascaronazos” por la retomada costumbre de jugarlos con cascarones de cera rellenos de agua perfumada.
Momentos más solemnes pero no menos coloridos son las procesiones religiosas. La más concurrida es la del Señor de la Santa Escuela. Cuenta una leyenda que una mula se desplomó en el patio de la escuela parroquial, y que su carga contenía la efigie envuelta en un manto blanco. La devoción por la imagen aumentó cuando la ciudad fue librada de la devastación que trajo a los valles circundantes la erupción del Cotopaxi en 1877. En agradecimiento, se hizo una procesión y una misa con la presencia del Cristo en el páramo.
La fiesta principal de Machachi –el paseo procesional del chagra que se lleva a cabo desde 1983– conmemora esta procesión paramera (además de la cantonización de Mejía, el 23 de julio de 1883). Sus figuras centrales son el chagra –el jinete del páramo, símbolo mestizo del campesino laborioso y valiente– y su compañera, la warmi. Durante una semana se hace alarde de la jerga, vestimenta, gastronomía y habilidades de la cultura chacarera, y los festejos atraen comensales de todo el país
El texto y las fotos de este artículo son un extracto del libro Mejía, el valle de los 9 volcanes, producido por Ecuador Terra Incognita para la municipalidad de Mejía. Interesados en adquirir una copia pueden escribir a dirturmejia@hotmail.com
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