Inmigrantes cambian hábitos por miedo
Abogados de inmigración y activistas aseguran que las medidas de Trump son tan amplias que un extranjero podría ser deportado por cualquier delito.
Reyna es una hondureña que se siente deprimida y ha considerado dejar su vida en Estados Unidos para mudarse a Canadá. Por el temor que siente de ser deportada, sale a la calle solo para lo indispensable: va a limpiar casas tres veces por semana, compra sus alimentos en un mercado cercano y cada tanto acude al hospital para tratar su leucemia. No se reúne con amigas, no habla con sus vecinos y titubea antes de responder el teléfono.
Yaquelín es una boliviana que todas las mañanas llora ante la posibilidad de que puedan separarla de sus dos hijas. Su angustia es tan grande que ha dejado de ir a la playa y a reuniones sociales, solo se desplaza en autobús y sale de su casa para lo necesario.
Reyna y Yaquelín, que pidieron no ser identificadas con apellido por temor a ser detenidas, son extranjeras que viven ilegalmente en Estados Unidos y han optado por esconderse y aislarse. Como ellas, muchos otros se sienten paralizados ante el fantasma de las deportaciones que revivió la llegada al poder de Donald Trump y que se exacerbó cuando el alcalde de Miami dijo que el condado no era una comunidad “santuario”, como se autodenominan aquellas que –como Chicago, Dallas, Los Ángeles, San Francisco y Nueva York– han prometido proteger a sus inmigrantes.
El temor los hace sentir perseguidos y vigilados; les preocupa que su aspecto hispano propicie que un policía pueda detenerlos.
“Estamos como metidos en una caja”, dice Reyna, una abogada que huyó de Honduras en 2005 por amenazas de muerte. “Si sales y manejas, se te para la policía al lado y sientes el miedo de que te interroguen, que por mi color de piel diga ‘es una latina, es una indocumentada’”.
Tras asumir la presidencia, Trump firmó órdenes ejecutivas que reactivan un programa de identificación y arresto de inmigrantes sin autorización, aceleran la deportación de extranjeros, mandan construir un muro en la frontera con México y bloquean fondos federales para ciudades que no colaboran con las autoridades de inmigración.
A su vez, el alcalde Carlos Giménez dijo que el condado de Miami Dade no es un “santuario” para los inmigrantes e indicó que colaboraría con las autoridades nacionales para no perder cerca de $355 millones que recibe al año. Asimismo, anunció que las cárceles locales permitirían que los presos permanezcan encarcelados por más tiempo para que los funcionarios de inmigración puedan interrogar a los extranjeros detenidos y tomarlos bajo su custodia.
Y aunque aclaró que no convertirá a los policías de Miami en agentes de inmigración, sus intentos por calmar a los inmigrantes parecieran no surtir efecto.
Las deportaciones alcanzaron cifras récord durante la presidencia de Barack Obama con más de 2.7 millones de personas, pero los inmigrantes de Miami sentían que la policía no colaboraba con los agentes federales de inmigración. Ahora eso parece haber cambiado y Reyna, por ejemplo, no cree en la promesa de Giménez.
“Ahora si te paran te van a arrestar por no tener licencia”, dice la boliviana de 47 años, que una semana después del triunfo electoral de Trump fue despedida de su trabajo como secretaria de una empresa de transporte por los temores de sus dueños a emplear a inmigrantes sin papeles.
En la Florida, a diferencia de estados como California, Colorado y Nevada, solo pueden obtener licencia de conducir las personas que tienen estatus legal. Manejar sin permiso es considerado un delito menor.
En el condado de Miami Dade, el más poblado del estado, y en el condado aledaño de Monroe viven unos 151,000 inmigrantes sin autorización.