La suma de los miedos del niño emigrante
Veo la fotografía de una niñita, dentro de una caja de plástico, preciosa, con su pelito corto y abrazada a una muñeca. Está en el periódico estadounidense The New York Times y su conmovedora redacción nos cuenta que solo tiene dos años, es hondureña, refugiada en un albergue para inmigrantes, y la llevaron a un tribunal federal para responder a una jueza. Es inevitable estremecerse.
La vida tuvo prisas con los hondureñitos emigrantes, que antes de mudar los dientes ya sufrieron hambre, violencia, destierro, detención, desolación. Decir que han vivido días de terror insuperable, incertidumbres que se rebajan hasta el llanto, pesadillas feroces e implacables, siempre será poco, porque sus monstruos son de verdad.
Tal vez si el centro de refugiados en la zona fronteriza de Tornillo, en Texas, fuera un campamento de verano, los niños la pasarían bien entre las canchas, recreación, comidas calientes y meriendas, exploraciones en los alrededores, servicios de salud, peluquería, cosas así. Pero no, allí prima el desasosiego, el miedo y una inmensa sensación de abandono.
En Nueva York, la hondureñita Fernanda Jaqueline Dávila era el caso 26 para la jueza, que le preguntó en inglés cuántos años tenía: perpleja, aterrorizada, solo pudo llorar, hasta que un trabajador social que la acompañaba (y que la había acomodado en el estrado judicial, porque es tan pequeña que ni siquiera le cuelgan los pies de la silla), le tradujo las preguntas en español; tal vez le enseñaron a mostrar los dos deditos para indicar su edad, pero en el tribunal solo pudo asentir, dice el periódico.
Este éxodo masivo comenfama zó hace décadas. La pobreza y la desesperanza orientaron la brújula hacia el norte; solo que ahora los traficantes de personas (que le dan mala a los coyotes) descubrieron una mina en la emigración afectiva, familiar: engañan, ofrecen viaje seguro y aceptación inmediata en los Estados Unidos.
Los parientes, entonces, se matan para pagar los costos altísimos de la travesía azarosa de sus hijos, con probabilidades de tragedia, que solo de pensarlo escalofría. Seguro que muchos aquí la pasan fatal, pero la odisea infantil es extrema; aunque parezca imposible, algo habrá menos caro, arriesgado, desesperado, que dejar a sus pequeños en manos de a saber quién.
En el desierto texano, el campamento de menores refugiados parece más un destacamento militar que una guardería. En las imágenes resaltan los guardias con pantalones cargo, camisetas y gorras, sobre los médicos, maestras o asistentes civiles con entrenamiento para la atención de niños, y esto deja un aire de rigor y zozobra entre los pequeños.
Y es que el centro lo manejan expertos en desastres naturales u ocasionados por el hombre, que han participado en rescates y ocupaciones, desde funestos huracanes hasta la explosión de edificios por bombas terroristas; así que para ellos también extraña esa relación con menores que no hablan su idioma, lloran y se desesperan.
Las cifras del verano asombran, hasta principios de octubre detuvieron a más de trece mil menores, muchos llegaron sin acompañamiento familiar, y ya lo sabemos, de nuestros países: Honduras, Guatemala y El Salvador. La mayoría espera que el FBI encuentre a quien los reciba entre sus temerosos parientes que tienen allá; otros tendrán que pasar, como Fernanda, por la insufrible corte, y aunque la magistrada de turno trate de ser agradable, no dejará de ser jueza
La vida tuvo prisas con los hondureñitos emigrantes, que antes de mudar los dientes ya sufrieron hambre, violencia, destierro, detención, desolación”.
“Pero la odisea infantil es extrema; aunque parezca imposible, algo habrá menos caro, arriesgado, desesperado”.