Educar la conciencia
Uno de los rasgos negativos de la cultura contemporánea es la deliberada eliminación de la diferencias entre la bondad y la maldad de los actos humanos. El subjetivismo ha calado tan profundamente en la sociedad que aunque la perversidad de una acción sea claramente manifiesta, todos optamos por abstenernos en calificarla y evitamos emitir juicios de valor sobre ella. Así pesa más la opinión por sobre la convicción y todo resulta éticamente indiferente. Lo políticamente correcto termina por imponerse y la verdad se mira con desconfianza o se reprueba abiertamente, cuando alguien se atreve a esgrimirla. Nuestros hijos van creciendo en un ambiente de incertidumbre moral en el que parece que la máxima aspiración común es que cada quien haga lo que quiera, diga lo que quiera, piense como quiera, aunque sus acciones sean dañinas para otros, sus palabras ofendan a los demás y sus ideas partan de postulados totalmente peregrinos o absolutamente equivocados. Estando así los cosas, hoy más que nunca los padres estamos más que obligados a educar la conciencia de los hijos. Y si la conciencia es la inteligencia que nos señala cuando un acto es bueno y que, por lo tanto debe realizarse, o es malo y, por lo mismo debe omitirse, debemos asumir la delicada responsabilidad de enseñarle a reconocer y hacer el bien y a reconocer y rechazar el mal. En la educación de la conciencia la ejemplaridad juega un rol definitivo. Nunca el discurso, las puras palabras, resulta tan insuficiente como es este caso. Ya la sabiduría popular indica que “los gritos de tus actos me impiden escuchar tus palabras”, porque para poco sirve desgastarse en sermones y peroratas mientras damos mal ejemplo y nos comportamos como auténticos “poliedros morales”, personas con doble o triple rostro, individuos incoherentes y abundantes en fisuras conductuales. Desde hace tiempo se ha venido diciendo que la inteligencia moral produce mayores niveles de satisfacción personal, mayores cuotas de felicidad que el coeficiente intelectual o la inteligencia emocional, aunque esta última está ligada a la conducta ética. Así que, si de verdad queremos que nuestros hijos aspiren a la plenitud existencial, debemos empeñarnos en serio para que tengan una conciencia recta, una conciencia bien formada que les permita tomar decisiones apegadas a justicia y persigan el bien objetivo. Lo otro, dejar que el ambiente relativista y confuso los deforme y los convierta en veletas morales, nos volverá culpables de su vacío existencial y de su segura infelicidad.
“Unaconciencia rectaybien formadapermite tomardecisiones apegadasala jUsticia”