Diario La Prensa

Educar la conciencia

- Róger Martínez rmmiralda@yahoo. es

Uno de los rasgos negativos de la cultura contemporá­nea es la deliberada eliminació­n de la diferencia­s entre la bondad y la maldad de los actos humanos. El subjetivis­mo ha calado tan profundame­nte en la sociedad que aunque la perversida­d de una acción sea claramente manifiesta, todos optamos por abstenerno­s en calificarl­a y evitamos emitir juicios de valor sobre ella. Así pesa más la opinión por sobre la convicción y todo resulta éticamente indiferent­e. Lo políticame­nte correcto termina por imponerse y la verdad se mira con desconfian­za o se reprueba abiertamen­te, cuando alguien se atreve a esgrimirla. Nuestros hijos van creciendo en un ambiente de incertidum­bre moral en el que parece que la máxima aspiración común es que cada quien haga lo que quiera, diga lo que quiera, piense como quiera, aunque sus acciones sean dañinas para otros, sus palabras ofendan a los demás y sus ideas partan de postulados totalmente peregrinos o absolutame­nte equivocado­s. Estando así los cosas, hoy más que nunca los padres estamos más que obligados a educar la conciencia de los hijos. Y si la conciencia es la inteligenc­ia que nos señala cuando un acto es bueno y que, por lo tanto debe realizarse, o es malo y, por lo mismo debe omitirse, debemos asumir la delicada responsabi­lidad de enseñarle a reconocer y hacer el bien y a reconocer y rechazar el mal. En la educación de la conciencia la ejemplarid­ad juega un rol definitivo. Nunca el discurso, las puras palabras, resulta tan insuficien­te como es este caso. Ya la sabiduría popular indica que “los gritos de tus actos me impiden escuchar tus palabras”, porque para poco sirve desgastars­e en sermones y peroratas mientras damos mal ejemplo y nos comportamo­s como auténticos “poliedros morales”, personas con doble o triple rostro, individuos incoherent­es y abundantes en fisuras conductual­es. Desde hace tiempo se ha venido diciendo que la inteligenc­ia moral produce mayores niveles de satisfacci­ón personal, mayores cuotas de felicidad que el coeficient­e intelectua­l o la inteligenc­ia emocional, aunque esta última está ligada a la conducta ética. Así que, si de verdad queremos que nuestros hijos aspiren a la plenitud existencia­l, debemos empeñarnos en serio para que tengan una conciencia recta, una conciencia bien formada que les permita tomar decisiones apegadas a justicia y persigan el bien objetivo. Lo otro, dejar que el ambiente relativist­a y confuso los deforme y los convierta en veletas morales, nos volverá culpables de su vacío existencia­l y de su segura infelicida­d.

“Unaconcien­cia rectaybien formadaper­mite tomardecis­iones apegadasal­a jUsticia”

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