Mi misión
Desde que tengo memoria he abrigado la convicción de que mi vida necesita tener un sentido, una misión, un plan. Aparte de ser un rasgo intrínseco de mi personalidad, desde pequeña me inculcaron que Dios obra así en todos nosotros, que tiene una vocación, un «sitio especial en Su reino» para cada uno. Todavía lo creo, aunque con ciertos matices.
Hace varios años se me hizo patente que lo que yo había considerado que era mi vocación — ese lugar especial reservado para mí— en realidad no lo era. O más bien, ya no lo era más. Como es natural, me obsesioné buscando mi nueva razón de ser. Hice un profundo examen de conciencia. Medité. Oré. Pedí consejo y me sometí a coaching. No daba con el plan. Así y todo, seguí adelante, me mudé y conseguí un nuevo trabajo. Tenía la esperanza de que pasando a la acción, haciendo algo — aunque no fuera lo ideal— llegaría a descubrir mi nueva razón de ser.
Un par de años después no me hallaba ni un paso más cerca de encontrar mi nuevo norte en la vida. Me sentía impotente. Peor aún, culpable, como si hubiera algo que debía hacer y que no lograba descubrir.
Cuando acabas de conocer a alguien, una de las preguntas que surge casi inevitablemente a los pocos minutos es: «¿A qué te dedicas?» A mí me cuesta dar una respuesta. Tengo un trabajo, una actividad profesional que realizo, de hecho todos los días. Pero ¿acaso mi función dentro de una entidad sin fines de lucro —labor gratificante y que disfruto mucho— refleja realmente a qué me dedico, es decir, cuál es el eje de mi existencia? ¿Define quién soy? Por supuesto que no.
Para mí es vital trabajar en algo que tenga verdadero valor, algo que me satisfaga, que disfrute; y creo que mi carrera siempre contribuirá a definirme como persona e incidirá en cómo cumplo mi propósito en la vida. Con todo, no creo que la razón de ser de la vida de una persona esté grabada en piedra y no deba revaluarse jamás. Probablemente haya más de una razón, y hasta más de una a la vez.
En lo que a mí atañe, por el momento entre mis objetivos está el hacer lo que pueda por mejorar un poco la vida de quienes me rodean. Además le he encontrado mucho sentido a aprender a amarme y cuidar de mí misma. Me pasé tantos años concentradísima en ser
productiva —por el bien de los demás, me decía a mí misma— que prácticamente me olvidé de que yo también cuento, de que Dios desea que sea feliz y me sienta realizada. Así, le he descubierto un gozoso sentido a mi existencia aprendiendo cosas nuevas, viajando a lugares desconocidos, teniendo diversas vivencias y dedicando más tiempo a la literatura, el arte y la música; es decir, disfrutando de la experiencia de estar viva y conectada con gente hermosa en este mundo extraordinario.
También he superado el bloqueo mental de pensar que para que mi vida cobre sentido debo tener una sublime, gloriosa y arrolladora pasión; o sea, que debo ser una suerte de salvadora. He dejado de estresarme, flagelarme y sentirme fracasada por no hacer algo que considere suficientemente importante o altruista. Es una liberación.
De tanto en tanto todavía siento atisbos de culpa en los rebordes de mi conciencia. Tengo la molesta impresión de que a mi nuevo yo le falta ambición, de que mi vida no está tan orientada hacia la consecución de un objetivo como podría estar. Sin embargo, ¿quién puede decir que un ideal es más valioso que otro? ¿No tenemos cada uno nuestra función dentro del gran tapiz que es la humanidad?
Concluiré con un mensaje de Jesús que recibí en oración cuando estaba pasando por una mala racha. Lo he tenido presente muchas veces desde entonces. Siempre me reconforta:
Tu misión en la vida no siempre es evidente, obvia y perfectamente discernible en un momento dado. A veces te da la impresión de que tu vida no tiene ningún sentido especial. Te parece que no haces más que pasar de un día a otro, trabajando, viviendo, avanzando. No tienes la sensación de que haya nada especial en ello, ninguna significación. ¡Pero sí la hay! Todos los días de tu vida cuentan. Cada día constituye una oportunidad, una puerta abierta. Cada día puede tener su propio sentido especial. Todo es importante y valedero para Mí. Lo considero inestimable.
«No te preguntes qué necesita el mundo. Pregúntate qué te da vitalidad y hazlo. Porque lo que el mundo necesita son personas con vitalidad». Howard Thurman (1899–1981)