El Financiero

“LAPOLÍTICA­DECENTE EMPIEZAPOR­SER BUENAPERSO­NA”

- MARÍA SCHERER IBARRA

Simón Bross prefiere hablar de otros y no de sí mismo. Ha tenido la rara fortuna de conocer a sus bisabuelos. Es el primer nieto de su familia, por ambos lados. Su abuelo paterno, un judío ucraniano analfabeta que vivió en un shtetl, del que huyó para arribar milagrosam­ente a Nueva York a principios del siglo pasado. Nissim Abramóvich Goldstein emigró después al sur, y en su camino conoció a Carlos, un puertorriq­ueño al que le copió el nombre. Como apellido eligió una palabra que leía repetidame­nte en los escaparate­s de las tiendas: bros (abreviatur­a de brothers), a la que añadió una ‘ese’ para llegar con una nueva identidad a Guadalajar­a.

Ahí avistó a una bella monja llamada Eduviges, se la robó y le hizo dos hijos, pero en breve se apareció una judía de Vilna que se le había prometido: Sara era fea y malhumorad­a, pero judía lituana al fin. Bross devolvió a la monja al convento y se quedó con los niños. Con su nueva esposa procreó ocho hijos, entre ellos el padre de Bross.

Su abuelo materno, Nisso Soriano, era parte de una familia culta y acaudalada de Alejandría. La mujer de Nisso, una judía de origen turco, era única: estudió dos carreras y hablaba con fluidez una decena de idiomas. Mucho tiempo después fundó la academia Berlitz.

Bien parecido, bueno para el baile y mujeriego irredento, Nisso se presentaba así: “Soy oriundo de El Cairo, Egipto, rumbero y jarocho”.

En los años 30, cuando los judíos fueron obligados a marcharse de Egipto, la familia se estableció en México, aunque sin fortuna, porque el padre de Nisso fue estafado en Veracruz. Todos se apretujaro­n en una azotea en la Ciudad de México y al padre de Nisso lo fulminó una embolia. Nisso, a sus 18 años, sin hablar una jota de español y sin haber movido jamás un dedo, se hizo rico vendiendo jugos en San Juan de Letrán y comerciand­o telas en el centro.

Él y su mujer tuvieron dos hijos: Alberto y Ethel, la madre de Simón Bross. Construyer­on un triplex en la colonia Nápoles y vivían en una especie de “kibutz vertical”.

En las fiestas familiares, los Bross siempre les daban un momento a los abuelos para bailar frente a los demás. Era espectacul­ar verlos entendiénd­ose en la pista, al ritmo del tango y el danzón. * * * Simón Bross es comunicólo­go de la Ibero y licenciado en Letras por la UNAM. Disfrutaba el estudio, pero no el trabajo, en el que se inició hasta los 29 años. “Por definición yerra o miente quien diga que yo era un niño prodigio. Entré a comunicaci­ón porque no sabía qué estudiar y fui a la Facultad de Filosofía para poder argumentar que estaba haciendo algo y para leer sin que me molestaran”.

Titulado, se inscribió en el CCC, del que fue expulsado a los dieciocho días. Solidaria, su novia –ahora esposa– abandonó la escuela y partieron a Florencia, donde estudiaron cine. Se mantuviero­n con cierta holgura, becados y con empleos eventuales que les dio un compatriot­a que vestía stands en exposicion­es de moda.

Con aquella experienci­a, Bross fue contratado en un par de cintas de ficheras. “Hice unas películas con los Galindo; al principio me hizo gracia ver bajar encuerada a Sonia Infante por una escalera, pero me aburrí pronto. No era el cine que yo quería hacer”.

En eso pensaba cuando fue a recoger a su mujer al trabajo. Era la asistente de un hombre excéntrico –arropado con un caftán– que dirigía a un joven muy apuesto recién llegado a México. Saúl Lisazo decía ante la cámara: “Usted manda”. Algo no cuajaba en aquel recordado comercial de ron Bacardí y Bross hizo una sugerencia para resolver una toma complicada. Pedro Torres lo contrató en el acto y le pagó un pequeño caudal por cuatro días de trabajo.

No mucho más adelante, mientras colaboraba en un rodaje con el director Fred Clapp, éste contrajo rubeola. Para no perder tiempo en espera de otro director, le permitiero­n al asistente probarse con unos product shots. El anuncio fue filmado en poco tiempo y con gran calidad, a pesar de que Bross nunca antes había dirigido. Entonces le pidieron que filmara otros tres anuncios con un presupuest­o mínimo y los tres fueron premiados, uno en el New York Festival, otro en el Festival Latinoamer­icano y el último en Francia. “A partir de ese día, nunca tuve que pedir trabajo”.

Y no sólo eso: Bross comenzó a ser reconocido como el director más premiado de América Latina, hasta que, efectivame­nte, obtuvo tantos premios que se decidió abandonar todos los concursos (ha ganado en los festivales más prestigiad­os del mundo, entre ellos el London Internatio­nal Advertisin­g Awards, el New York Festivals, el Festival Iberoameri­cano de Publicidad, Clio Awards y Cannes Lions). “Se daba por sentado que tenía que ganar los premios y me distraje; hacíamos comerciale­s para ganar premios. Eso me quitaba tiempo, creativida­d y energía. Por supuesto, no era la mejor manera de tratar a un cliente”. Mucha gente del medio publicitar­io se lo ha tomado muy mal.

Bross, considerad­o uno de los mejores directores de cine publicitar­io en el mundo, ha vencido más de una vez al cáncer. Así que hace lo que quiere, y rechaza lo que no, sin dudar. Decidió no hacer nunca una campaña política, después de dos experiment­os desafortu- Nacional nados durante las elecciones de 2006 y 2012, con Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, respectiva­mente. “No les cobré y nunca lo haría. Participé en esas campañas porque creí en ellas, en su momento. La participac­ión en una campaña política es una responsabi­lidad muy grande. Y debo decir que detesto al PAN, pero no tanto como al PRI”.

Bross se proclama como un hombre de izquierda y opina que la política decente comienza con “ser buena persona”. “No entiendo como algunos políticos son incapaces de pensar en los que menos tienen. Por eso la publicidad política me conflictúa muchísimo”.

Todos los fines de año, Bross viaja con su esposa y sus dos hijos a Huatulco. Es un nadador disciplina­do. Y es alérgico a los analgésico­s. La respiració­n pausada bajo el agua le disminuye los dolores que le han dejado varias operacione­s para combatir el cáncer. Hace 28 años renta el mismo cuarto de un hotel viejo, que se cae a pedazos, y todos los días, a la misma hora y con el mismo lente, fotografía la misma piedra, “conocida oficialmen­te como Mi Piedra”. No publica las fotos. Muchos menos en redes sociales. “Las he dejado atrás. Me quitaba mucho tiempo buscar la aprobación de los demás”.

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