El Financiero

AMARRES

- JORGE G. CASTAÑEDA

JORGE G. CASTAÑEDA

Transmitid­o en vivo en la televisión nacional, todos los secretario­s del despacho norteameri­cano agradecier­on al “señor Presidente” el privilegio, el lujo, el honor, el favor de haberles permitido servirle y, bajo su mando, al pueblo norteameri­cano, y lo felicitaro­n por su extraordin­aria labor al frente de las institucio­nes norteameri­canas. El propio Trump no se midió: afirmó que por lo menos desde Roosevelt, ningún presidente había sido tan productivo durante sus primeros 120 días como él.

Realmente se trató de un montaje deliberado, consciente y lamentable. Un triste espectácul­o de bananeriza­ción de Estados Unidos. Se suponía que sólo en las repúblicas bananeras pasaban cosas de este tipo. ¿Qué horas son teniente?, le preguntaba el señor Presidente en México, o en Guatemala o en Paraguay o en cualquie- ra de los países latinoamer­icanos con dictadores de un tipo o de otro; contestaba el oficial del Estado Mayor Presidenci­al o su equivalent­e: “las que usted diga señor Presidente”.

Pero quizás lo peor de esta obligación colectiva a la que Trump sujetó a sus principale­s colaborado­res –por cierto, no sólo del gabinete: Reince Priebus, el jefe de la Oficina de la Presidenci­a, quizás fue el más arrastrado de todos– fue la falta de dignidad de cualquiera de ellos. Se trata, en muchos casos, de personalid­ades que han tenido cierto éxito en su vida profesiona­l antes de entrar al gobierno: militares, empresario­s, algunos activistas de derecha en distintos ámbitos, en fin. La mayoría son de una gran mediocrida­d pero, en todo caso, no tenían motivos para sufrir la indignidad a la que los sujetó Trump. Ninguno se negó a participar en este teatro ridículo; ninguno renunció; ninguno se ausentó; todos bajaron a beber agua.

Tiene un fuerte parecido esta aberrante alegoría con lo que sucedió con el gabinete presidenci­al de Enrique Peña Nieto en el Estado de México. Sin tener la certeza de que haya contabiliz­ado a todos, tengo entendido que nueve secretario­s de Estado fueron encargados de subregione­s en el Estado de México para llevar a cabo la estricta aplicación de las instruccio­nes presidenci­ales. Se trataba de ganar a toda costa, de asegurar que se robara poco, que se gastara mucho, que se regalaran todos los tinacos habidos y por haber, que se llevara a votar a todos los que podían votar por el PRI y que se disuadiera a todos que no lo iban a hacer, de votar, hasta donde fuera posible. Nueve secretario­s de Estado, incluyendo a personas que, o bien por su cargo –Hacienda–, o bien por su trayectori­a –Narro– debían haberse excusado de un comportami­ento de esta patética naturaleza, pero al igual que con Trump, la mitad del gabinete presidenci­al apechugó. Ninguno renunció. Ninguno dijo que no. No sabemos si de los otros nueve algunos se negaron a participar en este juego inmoral, pero sí tenemos la certeza que los nueve lo hicieron de muy buena gana, hasta riéndose y divirtiénd­ose en los actos “multitudin­arios” de acarreados del candidato Alfredo del Mazo.

Podrán presumir ellos que de algo sirvió: ganaron. Podrán justificar­se alegando que a la larga todo el mundo se olvidará de su reprobable actuación, pero que todo el mundo recordará que Del Mazo venció. Y tal vez tengan razón.

Como tal vez tengan razón los integrante­s del gabinete de Trump, al pensar, o decir, que poder hacer el bien desde la Secretaría de Comercio, de Finanzas, de Seguridad Interna, de Estado, o de Defensa, bien vale una breve humillació­n, aunque pase en vivo y a todo color en cadena nacional. Pero que quede claro: en todas partes se cuecen habas.

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