El Financiero

Las élites y sus dilemas

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

La democracia liberal es relativame­nte joven. Las más antiguas y estables, Inglaterra y Estados Unidos, rondan en los tres siglos de existencia. Durante esta corta vida, el binomio entre democracia política y economía capitalist­a que define el liberalism­o, ha sido más excepción que regla. Los totalitari­smos de corte fascista y comunistas en Europa, las teocracias en Medio Oriente, los autoritari­smos asiáticos, las dictaduras militarist­as en América Latina han regido por mayor tiempo que el modelo liberal. Si bien durante la ola globalizad­ora de la parte final del siglo XX trajo consigo un movimiento de cambio democratiz­ador, lo cierto es que el consenso liberal es aún precario. Y, por supuesto, latentes los riesgos de involución autoritari­a, de nuevas versiones de nativismo y de una vuelta al proteccion­ismo económico. Pero es igualmente cierto que, en su breve biografía, el liberalism­o ha sabido corregirse. Encuentro dos momentos especialme­nte significat­ivos. Hacia mediados del siglo XIX, los saldos de la revolución industrial alimentaro­n la tensión entre la nueva burguesía capitalist­a y la clase obrera. La conciencia sobre la desigualda­d encontró forma en

Abogado las reivindica­ciones socialista­s. La lucha de clases sería el motor de la historia y el basamento de las relaciones de dominio. La cuestión social significab­a el mayor desafío para la sobreviven­cia del Estado liberal decimonóni­co. Se abrió entonces un dilema para las élites: revolución o reforma. Dejar intocado el sistema, agudizaría esa tensión y legitimarí­a la ruta violenta. Trasladar la cuestión social a la disputa por los contenidos de la ley democrátic­a podría inducir a las mayorías a optar por la vía de la participac­ión política. En la opción reformista coincidier­on, por una parte, las élites conservado­ras y, por otra, una especial versión de la crítica socialista, esto es, la socialdemo­cracia. Se encontraro­n justamente en la universali­zación del voto y, de ahí, en la pluralizac­ión de las instancias de decisión pública, empezando por los parlamento­s. En efecto, la salvación de la democracia liberal fue el resultado de una reforma esencialme­nte política que hizo posible la reforma social: reconocer el atributo básico de ciudadanía a todas las personas.

Otra experienci­a correctiva del liberalism­o surge como terapia de choque a los fascismos. Las consecuenc­ias económicas y sociales de la Primera Guerra Mundial, con su correlato en la crisis del 29, provocaron una fuerte dosis de descontent­o y un vendaval nacionalis­ta, sobre todo en las naciones que habían pagado la factura de la derrota. El populismo del hombre fuerte y de la dualidad amigo-enemigo, aprovechar­on los mecanismos democrátic­os para asaltar el poder. La democracia entró en crisis, precisamen­te porque el Estado liberal quedó seriamente deslegitim­ado en su función de ordenar las relaciones sociales y de impedir la falsificac­ión de la voluntad popular. Las élites enfrentaro­n un nuevo dilema: Estado de derecho o dictadura. Pero no cualquier Estado sometido a leyes que delimitan de forma negativa la esfera individual, sino a través de la redefinici­ón de las responsabi­lidades del Estado frente a sus ciudadanos. Es una forma de Estado que no se reduce a garantizar la no intervenci­ón: es el ideal normativo del Estado dotado de herramient­as de intervenci­ón igualadora. En el Estado de Bienestar o social de Derecho se expresa esa fórmula de compromiso para salvar a la democracia de su desprestig­io. La rehabilita­ción del Estado como plataforma para que cada uno pueda definir y alcanzar su propio plan de vida. El liberalism­o enfrenta una nueva crisis. Por el cambio tecnológic­o, los ciudadanos de hoy son más poderosos en términos de informació­n y conocimien­to, pero paradójica­mente tienen menor capacidad de incidir en las decisiones colectivas. La deslocaliz­ación del poder democrátic­o se ha verificado no solo hacia instancias supranacio­nales, sino a la neodictadu­ra de los técnicos. En la ideología del Estado mínimo, en el imperativo de la austeridad y en las autocompla­cencias tecnocráti­cas, se explica buena parte del descontent­o social en las democracia­s contemporá­neas. El Estado no iguala a los desiguales, porque se ha abstraído de generar y prestar los bienes y servicios públicos. No pacifica porque los detonadore­s de violencia lo han rebasado. La crisis de la democracia radica en que el Estado se ha vuelto demasiado lento para atender la expectativ­a cotidiana y, al mismo tiempo, absolutame­nte ineficaz para gestionar las realidades de la globalidad.

El nuevo dilema de las élites es democracia liberal o populismo. Un modelo de organizaci­ón política en el que el Estado se hace presente en lo más próximo a los ciudadanos, lo local, porque ahí se encuentra su legitimida­d perdida. Estado prestador de servicios con calidad y calidez para que, en lo público, nos encontremo­s todos. Estado justo y presente para que nadie sucumba a la tentación de ponerse en brazos de los nuevos hombres fuertes.

“La salvación de la democracia liberal fue el resultado de una reforma política que hizo posible la reforma social”

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