El Financiero

Elogio de la derrota

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

Una derrota electoral no es delito. El fracaso en una jornada no es ofensa al partido. Un revés en las urnas no es traición. Los panistas de la primera hora lo sabían bien. Se prestaban a campaña con la única certeza de que perderían la elección y, en muchos casos, hasta el prestigio. Sus heroicos descalabro­s eran, en realidad, victorias culturales, como solía repetir Carlos Castillo Peraza. Nuestros candidatos eran la personific­ación de un argumento ético mucho más trascenden­te que el objetivo político del cargo público: la primacía de la persona, la defensa de sus libertades, la construcci­ón de un espacio público cimentado en principios compartido­s, la hechura pedagógica de la democracia. Sin la derrota presidenci­al de don Luis H. Álvarez, el PAN quizá no habría dado el paso hacia su institucio­nalización; sin la derrota de Barrio en Chihuahua, no se le habría reconocido el triunfo a Ruffo; sin la derrota del Maquío, el sistema autoritari­o difícilmen­te se habría desquebraj­ado. El PAN arribó a las presidenci­as municipale­s, a las gubernatur­as o a la Presidenci­a de la República en la espalda de cientos de candidatos testimonia­les, de esas campañas precarias y malogradas, del sacrificio personal que ponía rostro al esfuerzo colectivo. Porque venimos de esas historias de derrota, nuestra primera considerac­ión a los candidatos panistas era la gratitud. El registro de una deuda. El saldo positivo de una aportación que segurament­e daría frutos en el futuro. El reconocimi­ento generoso por la osadía electoral, pero también por la experienci­a heredada a la organizaci­ón. Los días de campaña, los discursos y debates, las anécdotas de persecució­n o de fraude eran el acervo más preciado del partido para enfrentar el siguiente desafío. Aprendimos a improvisar en la organizaci­ón de los mítines porque muchas veces los adversario­s nos cortaron la luz. Llevábamos nuestra comida para no distraerno­s del deber, cinta adhesiva para sellar paquetes, lámparas para sobrevivir en la oscuridad de las casillas como previsione­s frente a lo que en otros momentos sufrimos como vulnerabil­idades o desventaja­s. Nos entrenamos en la resistenci­a civil pacífica, porque muchos de nuestros candidatos no dejaron de insistir en su causa hasta el final. En cada candidatur­a fallida se tejía nuestra capacidad para ponernos de pie y volver a empezar.

Esos ejemplos moldearon a lo largo del tiempo una tradición en el PAN: las candidatur­as no eran de los panistas, sino del partido. Eran deber, no privilegio. Donde no teníamos oportunida­d de triunfo, siempre habría un panista dispuesto a dar la batalla. Si afuera, en la sociedad, había alguien mejor, el partido sentía el deber de invitarlo y postularlo. Nuestra vocación cívica se cifraba justo ahí: en la disposició­n del partido para reclutar el liderazgo social, para servir como vehículo de participac­ión, para empujar hasta a los más escépticos del cambio posible. Cuando teníamos dos o más compañeros con una legítima aspiración, había una regla indisponib­le que evitaba el capricho o la imposición. La rivalidad natural entre políticos de profesión se sometía a las reglas de la competenci­a plural y al veredicto indisputab­le de una decisión por mayoría. La unidad era la consecuenc­ia de un proceso justo que hacía llevadero el dolor parcial del resultado. Partes que se pueden pacificar porque compitiero­n en buena lid. Compañeros que encuentran motivos para continuar juntos, porque nadie tuvo que quemar para siempre sus naves.

La responsabi­lidad que debe asumir Ricardo Anaya no es la de haber perdido como candidato la elección. Si algo se le debe reconocer es que hizo todo, hasta lo que no debió, a costa del partido, con tal de ganar. La deuda de la dirigencia actual está muy por encima del retroceso electoral. Su responsabi­lidad es haber olvidado que el partido está antes que el apetito personal. Si algo tensó al partido es haber puesto a toda la organizaci­ón al servicio únicamente del regreso a Los Pinos. El sacrificio de nuestras más caras tradicione­s democrátic­as, el desprecio al ejemplo de los muchos que hicieron posible la alternativ­a panista, la desmemoria a las duras bofetadas de realidad que resistiero­n esos candidatos, que sólo competían con el ímpetu de su convicción y la fuerza de su esperanza, la subordinac­ión de las causas de muchos al sueño de uno.

El primer paso para reconcilia­r al partido es entender nuestra derrota. No hay obra humana infalible. El partido, sus estrategas y candidatos tendrán siempre yerros y aciertos, triunfos y victorias. En democracia nadie puede asegurar el récord del invicto. No debemos rasgarnos las vestiduras en los hubieras. Pero lo que sí podemos corregir son los vicios que han extraviado al partido. Nunca más un dirigente puede tener la ocasión o la ventaja de apropiarse de una candidatur­a. Nadie debe tener el derecho de creer que todo lo común le pertenece. El partido no debe tolerar jamás que un dirigente se beneficie de una licencia por 24 horas para designarse como candidato a senador plurinomin­al. El partido debe cuidar que nadie se vaya por falta de una oportunida­d. Este partido no es hotel de paso. En el PAN, antes que un Álvarez Icaza, siempre un Bravo Mena.

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