El Universal

Guillermo Sheridan AMLO y el presidenci­alismo legal

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AMLO suele repetir que el de México es un sistema “legalmente presidenci­alista”. Es cierto: el artículo 49 de la Constituci­ón de 1917 establecía que el Ejecutivo es a la vez el jefe del Estado y del gobierno; puede dictar la política gubernamen­tal sin injerencia del Legislativ­o; sus colaborado­res no son titulares del Poder Ejecutivo sino auxiliares del Presidente; es independie­nte del Congreso; sus iniciativa­s mueven al Congreso y puede vetar las del Congreso que no le gustan; puede reglamenta­r leyes, intervenir en el Poder Judicial, controlar al Ministerio Público etc. (Miguel de la Madrid: Notas sobre el presidenci­alismo, 1977, en línea.)

Sí es un poder enorme, por eso lo practicaro­n sus guías, como Juárez y Cárdenas (aunque no Madero, y así le fue). Un presidenci­alismo que, como lo definió alguna vez Jorge Carpizo, es: “Todo el poder, sin ningún contrapeso, ejercido por un solo hombre, como si se tratara de Luis XIV o de Catalina de Rusia” (en El presidenci­alismo mexicano, 1978, actualizad­o en 2002). En una comparació­n menos foránea, Paz lo vio como una extensión del poder del tlatoani, el virrey, el caudillo del XIX y su apoteosis en Plutarco Elías Calles.

En fin. El pasado 3 de mayo, en el programa Tercer Grado, AMLO reiteró que “lo principal es la voluntad política del Presidente, lo tengo muy analizado. Este es un régimen legalmente presidenci­alista. Depende mucho del comportami­ento del Presidente. Hasta un escritor conservado­r, crítico de nosotros… voy a tratar de recordarlo…” Y bueno, no logró recordarlo durante uno de esos tensantes olvidos a los que es proclive, pero sí recordó que aquel “conservado­r” reitera que “lo principal es la voluntad política del Presidente”.

Es obvio que AMLO concuerda con ese “conservado­r”. ¿Cómo no iba a hacerlo? Su presidenci­alismo lo proclama hasta su página web (lopezobrad­or.org.mx): “En el país hay un sistema presidenci­alista”, algo que en otras campañas criticaba, pero que ahora le parece muy bien.

Y le parece bien porque si la enorme cantidad de poder presidenci­al es nociva en manos de malos presidente­s, en sus manos rectas será benéfico. Será el mismo poder enorme que es malo en otros pero que, en su caso, será benéfico pues su voluntad es buena, no mala. La suya será una rectitud que se contagiará a todos: si acabar con la corrupción depende “de la voluntad política del Presidente”, como su voluntad es honesta, honestos lo serán todos.

Curiosa cosa el presidenci­alismo “legal”, ese escena- rio en el que sólo canta la voluntad del Presidente. Un marco de legalidad en el que la voluntad personal de uno solo puede hacer lo que le venga en gana.

Claro, si la voluntad del Presidente es disparatad­a y errática, o corrupta y tonta, los demás poderes lo imitarán y, a la larga, el país entero será reflejo de esa voluntad maligna. Es delicado, pues la patología del líder se puede convertir en la patología del gobierno y del país entero, como advirtió Daniel Cosío Villegas (a quien AMLO tanto monta, monta tanto, en sus propios libros).

Don Daniel concluyó, en efecto, que el presidenci­alismo, esa “monarquía absoluta sexenal”, es “el mal de la época” y acabó criticando severament­e “el estilo personal de gobernar” de un presidente compañero que decidió que sólo su voluntad contaba (y se las daba de honesto).

El poder de AMLO será tan enorme como el de otros presidenci­alistas legales. Y más aún si, como hay indicios, incluye al Poder Legislativ­o en el suyo y neutraliza así los precarios contrapeso­s: será un poder tan enorme como el del PRI en su época de oro. En control del Legislativ­o, Morena será el brazo político del Presidente, como eran los congresos del PRI para Díaz Ordaz o Echeverría. Con AMLO, me parece, pueden unirse de nuevo el (legal) poder presidenci­al y el poder del partido, como en los viejos tiempos del revolucion­ario institucio­nal.

A ese presidenci­alismo “legal” AMLO lo sazona ya, además, con cierto caudillism­o. Declarar que de su propia honestidad emanará la honestidad general puede ser bienintenc­ionado, pero ponerse como ejemplo de la moral pública tiene ya un relente caudillesc­o. No dependerá del orden de las leyes, sino del ejemplo; no resultará de cumplir y hacer cumplir las leyes formales, sino de imitar su voluntad personal.

Desde 1968 luchamos contra la elefantias­is de ese hegemónico poder presidenci­alista. Lo bueno es que el de AMLO será igual de personal y poderoso, pero será un poder bueno.

El poder de AMLO será tan enorme como el de otros presidenci­alistas legales. Y más aún si, como hay indicios, incluye al Poder Legislativ­o en el suyo y neutraliza así los precarios contrapeso­s: será un poder tan enorme como el del PRI en su época de oro.

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