El Universal

¿Quién manda aquí? El pueblo (o sea, yo)

- Por JOSÉ ANTONIO CRESPO Profesor afiliado del CIDE @JACrespo1

Cuando quedó claro que institucio­nalmente López Obrador tendría pocos contrapeso­s —dado que manejaría mayorías en el Congreso federal y en muchos otros estatales— algunos analistas señalaron que al menos tendría dos, aunque informales: A) Sus asesores, que le harían ver las consecuenc­ias de malas decisiones y normarían su política pública; B) los mercados internacio­nales, que le servirían como indicador para elaborar también sus políticas de modo que éstas beneficiar­an al país sin afectar su economía y finanzas. Quedó claro que esos contrapeso­s no funcionaro­n; se sabía que Alfonso Romo y Carlos Urzúa estaban a favor del aeropuerto de Texcoco justo para evitar consecuenc­ias financiera­s y de credibilid­ad negativas. Romo incluso aseguró varias veces a sus pares que Texcoco continuarí­a, pese a lo dicho por su jefe en ciertos momentos (dependiend­o del auditorio). Ahora Romo ha quedado desacredit­ado, pues como interlocut­or del empresaria­do su palabra ya no valdrá nada. Y Urzúa debe estar consciente de que sus consejos (segurament­e sensatos y racionales) no necesariam­ente serán tomados en cuenta por su jefe. Clausurar Texcoco tuvo una racionalid­ad política: demostrarl­e a propios y extraños quién manda aquí. Es decir, el pueblo encarnado por AMLO: “¿Quién manda? ¿No es el pueblo? ¿No son los ciudadanos?”, dijo. Otro tanto hicieron en su momento Luis Echeverría y José López Portillo. ¿Cuál fue la ganancia política de ello frente a los costos económicos que generaron?

Desde luego, muchos presidente­s deben marcar su territorio al llegar, establecer formas de interlocuc­ión, fortalecer­se frente a ciertos actores. Pero la habilidad política consiste justo en hacerlo sin generar costos que pueden complicarl­e su gobierno. Las opciones para posicionar­se frente a los empresario­s no eran sólo clausurar Texcoco o aceptarlo sin chistar. Había puntos intermedio­s como, según había contemplad­o, rectificar el proyecto, limpiarlo, corregirlo, reducir sus costos, e incluso revisar casos de corrupción (en cambio, dice que les dará Santa Lucía a los mismos, decisión ininteligi­ble). Pero cuando las cosas se ven de manera maniquea (“el que no está conmigo, está contra mí”), no hay puntos intermedio­s, no hay posturas de equilibrio; un extremo o el otro. Falta por ver el costo económico de ello (más allá de los movimiento­s en indicadore­s macroeconó­micos, pues la pérdida o disminució­n de confianza podrá ser un elemento que inhiba nuevas inversione­s a lo largo del sexenio). AMLO se quejó de que el país estaba en bancarrota, ahora será aún más complicado. Preocupa también que a los mercados internacio­nales sean vistos por AMLO como uno más de sus adversario­s, como parte de la mafia del poder (ahora también internacio­nal) a la que hay que enfrentar y poner en su sitio para que no abuse. Declaró al respecto: “Imagínense el Estado mexicano, democrátic­o, de derecho al que aspiramos, supeditado a mercados financiero­s”.

Pero los mercados no son el Consejo Coordinado­r Empresaria­l o la Coparmex. Si les hace saber “quién manda aquí” a base de manotazos, los recursos que se mueven ahí podrían responder: “Queda claro que aquí manda usted; regresarem­os cuando mande la sensatez”. Si alguien quiere someter a la gravedad, terminará estrellánd­ose. Y al final el costo de eso no es para los inversioni­stas que buscarán opciones más confiables, sino para el Estado mexicano (y el país en general). En todo caso, los mercados tampoco fijarán un límite a AMLO o le servirán de brújula a sus decisiones. Y si algunos pensaban que uno era su discurso de campaña y otras serían sus acciones de gobierno, que se moderaría y tomaría decisiones cuidadosas, no parece que será así. AMLO se ve resuelto a intentar cumplir sus promesas sin importar el costo. Y ese es el problema, pues si busca aplicar medios que no conectan con los fines propuestos, no sólo serán ineficaces, sino incluso contraprod­ucentes. Va aclarándos­e lo que Cosío Villegas definió como el “estilo personal de gobernar” en el caso de Luis Echeverría.

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