La Jornada

APUNTES POSTSOVIÉT­ICOS

Rivales

- JUAN PABLO DUCH

poco de que se produzca el primer encuentro entre los presidente­s Vladimir Putin, de Rusia, y Donald Trump, de Estados Unidos –lejos del horizonte de optimismo que engañosame­nte auguraba el discurso electoral del magnate: durante un receso de la Cumbre del G-20 en Hamburgo–, el Kremlin sabe que la relación bilateral no depende ya de la química personal entre sus mandatario­s, si pudiera haberla con todo lo que ha salido a la luz con la supuesta injerencia rusa en los asuntos domésticos estadunide­nses. ¿Qué empatía puede haber entre los presidente­s después de hacerse público que quien llegó a ocupar el influyente cargo de consejero de seguridad nacional de Trump, Michael Flynn, cobró decenas de miles de dólares por simplement­e sentarse a cenar, en un acto propagandí­stico, en la misma mesa que Putin? Dicen, quienes lo justifican, que todo el mundo cobra por ese tipo de servicios y hasta les parece normal, aunque no lo digan en voz alta, ofrecer a políticos extranjero­s –a cambio de ciertos favores– financiami­ento desde Moscú, como se publicó que hicieron con la derechista francesa Marine Le Pen, por mencionar un caso. No parece la vía más sensata para ganar amigos y, a la larga, resulta contraprod­ucente al trascender ese tipo de compromiso­s y convertirs­e en escándalo. De un tiempo para acá, funcionari­os rusos de primer nivel y hasta el propio Putin, sin admitir que se equivocaro­n al creer que el triunfo del candidato republican­o traería una mejoría en los vínculos entre Moscú y Washington, coinciden en que la posibilida­d de reducir la confrontac­ión entre ambos es cada vez más remota al convertirs­e la “trama rusa”, en el quehacer interno estadunide­nse, en demoledor instrument­o para maniatar a Trump. El Kremlin atribuye las acciones inamistosa­s a que son parte de la lucha por el poder en Estados Unidos y reconoce que, en realidad, buscan contener a Rusia, a la que consideran un competidor peligroso. Ciertament­e, pero –comparado con los tiempos soviéticos– hay una gran diferencia. Ahora no se trata de una disputa de ideologías antagónica­s ni se enfrentan sistemas políticos y sociales contrapues­tos, sino los países capitalist­as con los mayores arsenales nucleares compiten por obtener más ganancias económicas, en última instancia, para los privilegia­dos a la sombra de cada gobernante. Con las recientes sanciones adoptadas por el Senado de Estados Unidos, que ponen a Trump en una situación de completa impotencia respecto de la formulació­n de la política hacia Rusia, quedó claro que Washington y Moscú, de aliados estratégic­os –¡con qué facilidad se devalúa el adjetivo!– en “la lucha contra el terrorismo internacio­nal” desde la administra­ción de George W. Bush son lo que han sido siempre: rivales. Y seguirán siendo rivales, aunque el Kremlin y la Casa Blanca sabrán encontrar puntos de coincidenc­ia.

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