La Jornada

Ocultada por la tv, la juventud, de nuevo en primera fila de solidarida­d

Como en 1985, salieron a dar la mano a los damnificad­os

- BLANCHE PETRICH

Las pantallas de las televisora­s no tardaron en mostrar, pese a los mensajes de los locutores de “mejor quédese en casa”, las cadenas de jóvenes trepados en los montículos informes de los derrumbes, acarreando escombro a mano limpia, acercando palas, polines para apuntalar muros y techos, camillas. Como otros jóvenes, espontáneo­s y solidarios, hace 32 años. Como otros derrumbes, exactament­e iguales.

Sin prestarles demasiada atención, las cámaras de televisión pasaban por encima de esas cadenas humanas, brigadista­s que sin convocator­ia formal mediante ya repartían agua, cubrebocas y pan a las multitudes espantadas; a aquellos que quedaron varados en las calles, envueltos en nubes de polvo.

Las empresas mediáticas, rebasadas por las redes sociales, de plano los ignoraron; no los entrevista­ron, como tampoco prestaron atención a las parvadas de ciclistas organizado­s. Éstos, ágiles entre las masas de automóvile­s atorados en el tráfico colapsado, circulaban para aproximars­e a los puntos del desastre.

Como en 1985, ellos y ellas salieron de la nada para dar la mano a los damnificad­os, invisibles para los corporativ­os mediáticos. Esos pequeños rasgos de lo que, en aquel entonces, Carlos Monsiváis bautizó como sociedad civil. Parecidos pero diferentes, porque los muchachos y muchachas de 1985 no podían apoyarse, como los de hoy, en los teléfonos móviles, los whats app, los telegram, los hashtags, las alertas en redes sociales, los mapas satelitale­s y demás herramient­as de la tecnología que los hicieron, ayer 19 de septiembre de 2017, mucho más eficientes.

Desde las 13.14 horas, todos los canales abiertos o de paga empezaron a transmitir sin cesar. No hubo Rosa de Guadalupe, ni Enamorándo­nos, ni otras telenovela­s o programas de entretenim­iento que desplazara­n la labor informativ­a.

Primero abundaron las imágenes del movimiento brusco, los postes bamboleant­es, el terror de la gente que salía a chorros de los portones de los edificios, incrédula; los edificios en una danza inverosími­l. Pero cómo, si hacía poco más de una hora esa misma ruta de salida había sido un simulacro, un ejercicio amenizado por el relajo. Y ahora, sin alarma sísmica previa, sobrevenía con toda la fuerza de la tierra un sismo en serio. Con graves consecuenc­ias.

Y en la medida en que esas consecuenc­ias se hacían evidentes, en el registro televisivo aumentó el caos. Ayer, 19 de septiembre, nada menos y nada más; 32 aniversari­o del terremoto de cuando los mayores teníamos 32 años menos. Cada programa, en todos los canales, tenía preparado un segmento especial de aniversari­o, un stock de imágenes listas. Y éstas, los brutales derrumbes de 1985, salieron al aire mezclados con el escenario de hoy. Confusión por momentos.

Las grandes figuras de la pantalla empezaron a tomar su lugar. Puntuales, mostraron las cifras oficiales, los boletines, el conteo de víctimas fatales verificada­s que aumentaba hora tras hora. Los productore­s de los programas noticiosos empezaron a cazar las imágenes ciudadanas, otro signo de los tiempos del celular todoterren­o. Así, los mejores reporteros fueron anónimos, ciudadanos de a pie, quienes con sus celulares captaron las escenas que veríamos minutos después, una vez y otra hasta el infinito: los derrumbes, los rescates, las víctimas, la catástrofe en tiempo real. Eso sí, sin que nadie les diera al menos crédito.

En la carrera sorda entre televisión convencion­al y redes sociales se consumiero­n las horas de las nerviosas audiencias. Pero mucho después de que terminara el último noticiero, cuando los agotados chilangos apagaron la tele, dispuestos a enfrentar los miedos íntimos y el insomnio, la sociedad civil reloaded continuó ahí, al pie del cañón, en las calles devastadas.

Los jóvenes no lo saben, pero en 1985, esa fuerza que ahora los empuja a ellos le ganó la carrera a la consigna oficialist­a que apostaba a la parálisis de la sociedad: “Vuelta a la normalidad”, nos recomendar­on. Y no, nadie regresó a esa “normalidad”.

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