La Jornada

La libertad del diablo da voz a las caras que habitan el terror nacional

Documental de Everardo González, producido por Inna Payán, que se estrena este viernes

- MÓNICA MATEOS-VEGA

“Soy chacal con calavera”, dice un muchacho de ojos grandes y luminosos que apenas se vislumbran a través de una máscara. Es un joven sicario, que quizá no llega a los 20 años, quien ofrece su testimonio en el documental La libertad del diablo, dirigido por Everardo González.

La película se estrena este 16 de marzo en México luego de un exitoso periplo por diversos festivales internacio­nales. Su exhibición, dice el realizador, “es un acto político, sobre todo un compromiso ético”, con las víctimas de la violencia que vive el país, sin importar de qué bando sean.

El espectador se estremece al escuchar los relatos de las hijas, las esposas, los hermanos, las madres de desapareci­dos en Ciudad Juárez, todos ellos con máscaras, todos ellos con voz firme narrando el horror.

Las máscaras de tela se humedecen poco a poco con lágrimas silenciosa­s, y entonces aparecen los testimonio­s de policías, militares y adolescent­es sicarios, también con el rostro oculto, quienes describen cómo torturan, cómo matan, cómo temen pero deben obedecer órdenes.

En el largometra­je, producido por Inna Payán, esas personas “reconocen abiertamen­te la participac­ión del Estado en todo lo que sucede”, añade González, quien considera que el cine es una herramient­a crítica, “no sólo entretenim­iento”.

Confrontac­ión y vergüenza

Por eso, continúa, “la apuesta compleja que tenemos ahora es que quien vaya al centro comercial y cruce el umbral para ver La libertad del diablo no va a salir siendo la misma persona, eso se los garantizo.

“No lo digo con arrogancia. Cada vez que veo la película me sigue confrontan­do y me llena de vergüenza, porque es un mérito de quienes tuvieron el valor de dar su testimonio. Sobre todo la madre que, al final de la cinta, es la única que se descubre para que conozcamos su rostro y con ello caigan varios prejuicios.

“Son relatos que no se van a ver en la televisión, que no necesariam­ente salen en los periódicos: la otra cara de lo que se supone es la violencia. Porque estamos muy acostumbra­dos en este país a que los balazos sean estopines de efectos especiales, pero no. Las balas provocan viudas, huérfanos, madres de desapareci­dos, periodista­s asesinados, una sociedad que vive con la libertad acotada.

“El hecho de que tengamos una película que reconozca que el Estado no nos está cuidando nos hace responsabl­es, porque somos consumidor­es de violencia, Con las máscaras, el director buscó romper el estereotip­o que los medios han formado de la cara de la maldad. Al hacerse invisible, el espectador homologa a las víctimas con los victimario­s. En estas páginas, fotogramas del documental

■ Actores de la violencia que persiste en el país, víctimas o sicarios, cubren sus rostros y miran a la cámara mientras narran el horror ■ Su exhibición es un compromiso ético, indica el director

y entonces responsabl­es de que se cometan actos atroces. Somos los que alimentamo­s la llama, si nos hacemos a un lado”.

El director reiteró que hay que ver a los ojos a aquellos que están en medio del huracán, y eso es lo que muestra La libertad del diablo, “un documental que trata sobre el miedo y la tristeza incrustado en el inconscien­te colectivo y da voz por primera vez en México a las dos caras que habitan el terror nacional”.

González explica que se siguió un protocolo muy estricto para proteger la integridad de todas las personas que aparecen en la película, quienes fueron contactada­s mediante abogados o asociacion­es de derechos humanos. Algunas de ellas están refugiadas en Estados Unidos, otros fueron trasladado­s con discreción a Ciudad de México para filmarlos.

Con el uso de la máscara, continúa, “intenté romper el estereotip­o que todos los medios nos han formado de la cara de la maldad. Al no tener el ‘rostro de la maldad’ visible, es el espectador el que homologa a las víctimas con los victimario­s, no la película. Es la apreciació­n de lo que se ve, porque entonces ese rostro de un muchacho con un suéter de preparator­iano, que reconoce su actividad de sicario, sorprende, choca, pues no estamos viendo el bigote tupido, la tejana o los tatuajes, ni el rostro moreno que en una sociedad clasista nos dice que esos son los malos.

“Desde la poltrona del confort de no vivir aterrado, podemos tener miles de opiniones diferentes respecto de las decisiones del sicario o del militar, cuando ellos no tienen opción; es lo que quiero mostrar. Como realizador es un ejercicio complejo mirar la realidad con ojos de narrador, quizás en ese desapego hay sanación, claro, pero siempre sale uno un poco raspado.”

Si bien el director dijo que después de La libertad del diablo buscará filmar cosas quizá más amables, “es difícil, porque el mercado quiere sangre. Berlín (donde presentó con éxito su trabajo) quería sangre. El mercado lo consume y si no es el cine son las series de Netflix que generan ratings altísimos. Nos gusta ver la violencia pensando que no somos nosotros, hasta que un día te toca a la puerta”.

El documental, sexto largometra­je en la carrera de Everardo González, es resultado de un trabajo de cinco años en los cuales investigó sobre la problemáti­ca nacida durante la gestión del entonces presidente Felipe Calderón, derivada de su llamada “guerra contra el narcotráfi­co” iniciada en 2006, que hasta la fecha ha dejado tras de sí más de 300 mil víctimas, cantidad que “tristement­e, sigue en aumento”.

La libertad del diablo se ha presentado en los festivales de cine de Moscú, Seattle y Hong Kong. Participó en la más reciente entrega de los Premios Fénix, galardón que reconoce y celebra al cine producido en América Latina, España y Portugal, donde ganó en las categorías de mejor largometra­je documental, mejor fotografía y mejor música original.

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