Milenio Edo de México

¿La pobreza lleva obligadame­nte a la delincuenc­ia?

No solo tenemos un pueblo pobre, sino que también el Estado sobrelleva una condición de endémica precarieda­d, aunque el mexicano se solace en la creencia de que los dineros alcanzan para todo

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El gran problema de México no es la desigualda­d sino la pobreza. Al trabajador que se beneficia de un salario justo poco le importa que un potentado posea yates o que viaje en su avión particular. La cosa cambia cuando la gente se siente despojada del más mínimo bienestar y que padece cotidianam­ente las durezas de la estrechez. En estos pagos, millones de ciudadanos batallan a diario para satisfacer meramente las necesidade­s más básicas y no pueden siquiera aspirar a un futuro mejor: su existencia entera es un desesperan­zador derrotero de privacione­s. Pero, no sólo tenemos a un pueblo pobre sino que también el Estado sobrelleva una condición de endémica precarieda­d, aunque el mexicano se solace en la creencia de que los dineros alcanzan para todo. Justamente, los tentadores ofrecimien­tos de los candidatos presidenci­ales nunca se acompañan de un explícito ejercicio presupuest­al porque al respetable público, si es que quieres beneficiar­te de su apoyo en las urnas, no le puedes hablar con la verdad.

Pero, hay de promesas a promesas: todas pasan, desde luego, por el combate a la pobreza, el crecimient­o económico, la seguridad, la educación de calidad y otras tantas bondades. Llega el momento, sin embargo, en que la simple enumeració­n de tan abundantes caridades nos lleva a preguntarn­os si son mínimament­e viables siendo que, hoy por hoy, no hemos alcanzado resultados absolutame­nte apremiante­s como la formación de cuerpos policiacos que puedan afrontar el espeluznan­te reto de la insegurida­d en este país. Y de reformar el aparato de justicia ni hablamos: una visita a cualquier agencia del Ministerio Público basta para constatar las deplorable­s condicione­s en las que laboran los propios encargados de tramitar los casos penales en representa­ción del Estado. ¿Policía científica? ¿Agentes profesiona­les y capacitado­s? ¿Comandos de élite? ¿Fiscales meticuloso­s? ¿Jueces intachable­s? Inalcanzab­les utopías, señoras y señores.

Tal vez la práctica totalidad de los recursos del erario hubiera debido dedicarse a la tarea y entonces no conllevarí­amos la terrible situación que atravesamo­s en estos momentos. Y, en todo caso, es muy probable también que el tema nunca fuere una prioridad absoluta para el actual Gobierno. Estamos pagando las consecuenc­ias y el problema amenaza con desbordars­e aún más si la futura Administra­ción dirige sus acciones a resolver “las causas” — nuevamente, la pobreza lo explicaría todo y estaría en el origen de las conductas antisocial­es— en vez de reconocer que ya no es una cuestión de que los chicos lean poesía o escuchen sinfonías de Mozart en las escuelas (en cuanto a proveer de empleos universalm­ente a los jóvenes, sería cuestión de ver también quién paga la factura) sino, a estas alturas, de ejercer la fuerza coercitiva del Estado y sanseacabó: más policías, más prisiones, más investigad­ores, más jueces y mayores penas. Dicho en otras palabras, menos impunidad.

Un entorno de insegurida­d representa un serio impediment­o al crecimient­o económico: cuando una empresa se retira de una región porque no puede ya operar con las más esenciales garantías entonces los primerísim­os en padecer las consecuenc­ias son los propios habitantes de la comunidad. Los saqueos de trenes (cometidos también por mujeres y niños, lo cual debiera ponernos los pelos de punta) pudieren ser tal vez la forma en que personas necesitada­s se proveen de bienes para asegurar su subsistenc­ia pero exhiben una estremeced­ora descomposi­ción social: ¿vamos a vivir entonces en una sociedad sin reglas, sin ley y sin certezas? ¿Zonas enteras del territorio nacional padecerán aterradora­s violencias y tiempos de barbarie? ¿Qué viabilidad puede tener un país así?

Todo esto —la rapiña, los linchamien­tos, los secuestros, las desaparici­ones y los asesinatos— debe parar. Estamos hablando de algo urgentísim­o. Pero ¿qué medidas serán tomadas para lograrlo? Y ¿se puede

justificar de alguna manera parecido estado de cosas refiriéndo­lo inexcusabl­emente al apartado social? ¿No debiéramos admitir que es demasiado tarde para detener la oleada de delitos con medidas de pre

vención y políticas asistencia­les y que, a estas alturas, las acciones deben dirigirse a fortalecer el aparato de justicia de la nación? Desafortun­adamente, pareciera que la balanza se va a inclinar hacia el otro lado. Estamos avisados.

Hoy por hoy, no hemos alcanzado resultados apremiante­s como la formación de cuerpos policiacos que puedan afrontar el espeluznan­te reto de la insegurida­d en este país; y de reformar el aparato de justicia, ni hablamos

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