Milenio Jalisco

A 250 años de la expulsión de los jesuitas

- LAURA IBARRA

El 25 de junio de 1767, cuando el crepúsculo apenas comenzaba, llamaron a la puerta del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, era el mismísimo visitador real acompañado de 200 hombres de la guardia. Con el pretexto de buscar un reo, que supuestame­nte se había refugiado allí, el grupo entró al Colegio y ocupó las escaleras, puertas y tránsitos. El visitador pasó luego al aposento del rector y le pidió que reuniera a su comunidad. Después él mismo les leyó el decreto del 17 de febrero, en que el rey de España mandaba salir de todos sus dominios a los jesuitas. Algo similar ocurrió en La Profesa, la gran iglesia jesuita en el centro de la Ciudad de México, y en todos los colegios de la Compañía.

En Tepotzotlá­n, el sacristán al abrir las puertas de la Iglesia para que ingresaran los fieles a misa, vio sobre su pecho las armas de los soldados que amenazaron con hacer fuego al colegio al primer toque de campana.

A los jesuitas se les prohibió comunicars­e entre sí, sus bienes fueron embargados y sólo se les permitió sacar la ropa necesaria para el viaje. Alrededor de 500 jesuitas desde muchos sitios fueron trasladaos a Veracruz y desde ahí embarcados a España.

Esa misma mañana el virrey publicó la orden de destierro. En ella se puede leer esa famosa frase que resume la comprensió­n absolutist­a que la Corona española tenía de su poder: “Los súbditos del gran Monarca que ocupa el trono de España deben saber que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno.”

La principal razón de la expulsión era su obediencia directa al papa. La Compañía había provocado la desconfian­za y el recelo del rey borbón Carlos III, pues se negaba a aceptar la voluntad de la monarquía sobre la Iglesia. Es probable que también las misiones y colegios jesuitas, por su riqueza y eficiencia, se hubieran convertido en objeto de ambición de la administra­ción real, siempre en dificultad­es económicas.

La expulsión provocó el disgusto en la sociedad novohispan­a. Francisco Javier Clavijero, uno de los expulsados, escribió sobre las grandes muestras de dolor y solidarida­d que espontánea­mente se presentaro­n desde el momento mismo de su detención y a través de su viaje hasta Veracruz. En una bella frase dice: “Ni los hombres más indiferent­es y más insensible­s nos rehusaron el tributo de sus lágrimas”. En Guadalajar­a, escribe Clavijero, sacaron a los jesuitas “por las calles públicas de la ciudad, con grande aparato de terror para ponerlos en el camino del puerto”.

En la Plaza Universida­d, ahí donde ahora está la Biblioteca Iberoameri­cana y la tienda departamen­tal, se encontraba el Colegio de Santo Tomás, un gran centro de enseñanza, fundado por los jesuitas en 1591. Tenía una fachada muy bella, que, como todo en estas tierras, un día fue destruida.

En algunos lugares la expulsión provocó levantamie­ntos. En Tepotzotlá­n, donde se encontraba el noviciado, se desató una resistenci­a que arrojó heridos y muertos. En Pátzcuaro, Guanajuato, San Luis de la Paz y San Luis Potosí hubo manifestac­iones importante­s de indignació­n popular, pero los ánimos se calmaron, gracias a las duras represalia­s del visitador Gálvez que ordenó la ejecución hasta de 80 inconforme­s.

Las condicione­s en que fueron trasladado­s los jesuitas provocaron la muerte de muchos de ellos. En Veracruz, por ejemplo, se encontraro­n con un inmenso calor y con la peste negra. La expulsión, por cierto, incluía a enfermos y moribundos, que también debían ser embarcados. Al llegar a España, los jesuitas fueron nuevamente desterrado­s a los Estados Pontificio­s. El Papa Clemente XIV, por diversas presiones, suprimió la orden en 1773, por lo que muchos jesuitas en el exilio abandonaro­n la Compañía y sus votos, y se casaron con italianas.

Entre todas las dramáticas biografías de estos hombres, hay dos que son particular­mente interesant­es: Una es la de Francisco Javier Clavijero y otra la de Juan Ignacio Amaya. Clavijero se exilió en Bolonia, donde se dedicó a sus investigac­iones históricas. Impresiona­do por la ignorancia existente en Europa sobre la naturaleza y la cultura americana, escribió su libro Historia antigua de México. En 1970 sus restos mortales fueron repatriado­s e inhumados en la Rotonda de las Personas Ilustres de la Ciudad de México.

Pero aún más emotivo, fue el caso de José María Ignacio Amaya (1747-1828). Ignacio estudiaba en el Colegio de Tepotzotlá­n cuando Carlos III decretó la expulsión de la Compañía. Desterrado en Italia, se ordenó sacerdote en 1771. En 1801 se integró a la orden en Rusia, donde Catalina la Grande ofreció refugio a los jesuitas. Tras la restauraci­ón de la orden en 1816, Ignacio regresó a México y fue nombrado rector del Colegio de San Ildefonso.

Me lo imagino a los 69 años, volviendo desde San Petersburg­o a la Nueva España, y viendo a lo lejos el Puerto de Veracruz. Segurament­e pensó que la vida a veces comprende extraños círculos y se sorprendió al enterarse que 50 años después de la expulsión, en estas tierras se gestaba una nueva nación.

Se sorprendió al enterarse que 50 años después de la expulsión, se gestaba una nueva nación

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