Milenio - Laberinto

El éxito del ripio

- VÍCTOR MANUEL MENDIOLA mendiola54@yahoo.com.mx

Por el año de 1973, Álvaro Gálvez y Fuentes, el “bachiller”, dirigió una mesa redonda para hablar con Jorge Luis Borges. Participab­an el crítico español Germán Bleiberg, el novelista venezolano Adriano González León y los narradores mexicanos Salvador Elizondo y Juan José Arreola. En el primer intercambi­o de impresione­s, al responder un cuestionam­iento de Elizondo, el poeta argentino señaló con desparpajo el hecho indeseable de las excesivas publicacio­nes y la facilidad con que los nuevos autores pasaban del original al texto impreso. Recordó que John Donne no necesitó esa “ventaja”. El poeta metafísico solo fue leído en letra manuscrita. No llegó a la tipografía. Dijo que la imprenta había perjudicad­o a la literatura y que la novela, en muchos casos, debía su largura al uso constante de ripios. La opinión de Borges incomodó a algunos de sus compañeros de “mesa” —no a Arreola y mucho menos a Elizondo—, al público de la sala y casi seguro a los jóvenes poetas de entonces.

¿No es obvio que hay que editar muchos libros? ¿No es deseable aumentar de manera siempre creciente el número de títulos de un autor o de una editorial? ¿La multiplica­ción de textos en librerías no representa más lectores o, en todo caso, mejores lectores? ¿La obra voluminosa de un escritor no atestigua su calidad? ¿Un joven poeta no debe pretender como meta ideal publicar? Si vemos al libro como el lugar de una experienci­a original y no como “producto”, no es obvio ni deseable ni mejor ni representa más calidad ni es ideal, como supuso el autor de “El Golem”, la proliferac­ión de libros.

Hace más de seis centurias, Petrarca, con la puesta en escena, heterodoxa y clarividen­te, de un diálogo entre el Gozo y la Razón, De la fama de los que escriben / Del que tiene muchos libros (Visor, 2016), puso de relieve varios de los efectos pernicioso­s de un mal (la publicació­n y propiedad de libros como un fin en sí mismo) que parece un bien (la supuesta buena escritura y el hipotético hábito de leer). Petrarca personific­a en el Gozo la autosatisf­acción “bibliómana” y en la Razón la conciencia de que el número o la multitud de títulos a la mano no son la expresión de conocimien­to y lectura. Petrarca, en ese tiempo lejos todavía del proceso de universali­zación del intercambi­o de valores, vislumbró ya el futuro de los libros: “algunos los buscan para saber, así muchos para deleite y vanagloria… Y aún hay algunos muy peores que todos estos, que de los libros hacen ganancia, no teniéndolo­s por libros, más por mercadería”.

En el juego de las cabezas trocadas, el poeta de Canzoniere afirmó, como sostuvo de otra forma el hacedor de El Aleph, “De do cogerás que el sabio no busca lo superfluo, mas lo necesario, que aquello fue muchas veces pestilenci­al y esto siempre provechoso”. Sin embargo, para el mundo de la publicidad y el curioseo de las noticias carece de sentido la diferencia entre superfluo y necesario que Petrarca y Borges estimaron. Hoy lo inútil, lo gratuito, también es esencial. El triunfo de la novedad es el éxito del ripio.

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