Milenio - Laberinto

Lamento color negro

El martes se cumplieron 150 años del nacimiento de Amy Beach, que tras la fama que gozó en vida ha caído en el olvido

- L HUGO ROCA JOGLAR hrjoglar@gmail.com

Amy Beach (1867-1944) escoge un violín al inicio del tercer movimiento de su Sinfonía Gaelic para interpreta­r una melodía lenta y dramática, que avanza inestable, entre un entusiasmo suave, casi alegre, y una desesperan­za severa, casi amarga; un segundo violín — lejano, discreto— acentúa la inestabili­dad expresiva de un diálogo que por sus contrastes entre la ilusión y el desgarro adquiere el aspecto de un lamento romántico. Este breve pasaje entre los dos violines es el único momento de auténtica sensualida­d en una intensa sinfonía plagada de ideas que nacen de la rabia.

Dvorák dice —estúpido, limitado, en Boston, a los 51 años, en 1892—: “aquí todas las mujeres parecen saber tocar el piano. Eso está bien: es algo lindo. Pero me temo que las mujeres no pueden ayudarnos mucho: ellas no tienen poder creativo”. Amy Beach —compositor­a de 25 años, famosa por haber debutado a los 16 como solista, al lado de la Sinfónica de Boston, con el Tercer concierto para piano de Beethoven con una cadenza propia— le responde: “De 1675 a 1885, mujeres han compuesto 153 obras, que incluyen 55 óperas serias, 53 óperas cómicas, cuatro ballets”, pero su respuesta más contundent­e es escribir una sinfonía de 45 minutos intitulada Gaelic que estrena la Boston Symphony Orchestra el 30 de octubre de 1896.

Los hombres que la escuchan reaccionan desde la lógica de Dvorák: si esta sinfonía magnífica la escribió una mujer es porque se trata de una mujer que, en el fondo, piensa como un hombre. Un crítico publica: “no tiene el más ligero eco de femineidad, ¡es en realidad una obra completame­nte masculina”, y George Whitefield Chadwick le da la bienvenida a Amy Beach como “parte de los muchachos”; es decir, los compositor­es más famosos de Boston: John Knowles Paine y George Whitefield.

El verdadero lugar de Amy Beach es al lado de Cécile Chaminade y Ethel Smyth como una de las compositor­as más importante­s —por la trascenden­cia y difusión que tiene su música— de finales del siglo XIX y principios del XX (curiosamen­te las tres mueren en 1944). Desde ese lugar impulsa a autoras estadunide­nses como Florence Price (1887-1953), Mabel Wheeler Daniels (1877-1971) y Ruth Crawford (1901-1953). Y desde ese lugar busca evitar que en cualquier lugar del mundo otra joven brillante, como Alma Schindler (1879-1964), renuncie a la composició­n porque su imbécil marido —Gustav Mahler (1860-1911)— se lo prohíbe con argumentos aberrantes (“en esta relación, el único artista soy yo; tú estás para librarme de las preocupaci­ones mundanas”).

Las ideas de Amy Beach para su Sinfonía Gaelic nacen de la rabia contra machos como Dvorák y Mahler, quienes validan una cultura musical en donde hombres dirigen obras escritas por hombres al frente de orquestas financiada­s por hombres que comisionan nuevas partituras a hombres. Sin embargo, no es música rabiosa. Más bien es música nostálgica que nunca descansa. Música apasionada y abstracta. De una abstracció­n triste: construida en torno a la sombría tonalidad de mi menor, que Amy Beach, al cerrar los ojos, siempre ha visto negra.

Desde esa negrura, las ideas cambian lentamente conforme avanzan: de la rabia a la ilusión, de la ilusión a la lucha, de la lucha a la emancipaci­ón. Luego, tras el éxtasis libertario, durante ese diálogo inesperado y efímero entre violines sobre un romántico lamento del cuerpo, las ideas desaparece­n y al poco tiempo regresan para completar la trágica dinámica de su ciclo eterno: de la emancipaci­ón a la igualdad, de la igualdad a la desilusión. Y de la desilusión a la rabia.

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