Milenio - Laberinto

Nomenclatu­ra

- DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com L

Tengo un buen amigo alemán llamado Rudolf von Waldenfels. Siempre da su dirección con una mezcla de orgullo y rubor, pues vive en Von Waldenfels Platz # 3. Para emularlo, podría irme a vivir a la calle Toscana, en el barrio de San Pedro, allá por el cerro del Topo, en Monterrey. Pero no tengo tal intención.

A mucha gente le tienta dejar su nombre impreso en una placa o en una piedra que no sea lápida o al menos en un disco espacial o una penca de maguey. Incluso hay escritores que donan una tajada de sus libros para que cierta biblioteca lleve su nombre. Pero sábete, Sancho, que es honor pequeño delante del gran honor de imprimir su nombre en la portada de un libro. Y sin embargo resulta apetecible esa placa conmemorat­iva de metal bruñido que no se descubre ni destapa sino que siempre se devela. Clap clap, se escucha cuando se corre la cortinilla, y el personaje de ego inflamado prepara un discurso sobre la modestia.

A los presidente­s también les ganan estas ansias. Por lo pronto creo que ninguna calle se llama Enrique Peña Nieto. Pero buscando en Google, me hallé con la calle más triste y terrosa de México que lleva el nombre de Felipe Calderón, en las afueras de Pachuca. Vicente Fox tiene también algunas calles sin pavimentar.

El error es mandarse a hacer estatuas fuera de Los Pinos, en la vía pública, pues éstas existen solo para sufrir abusos y ganarse la deshonra y no la honra que se pretendía. La de Vicente Fox terminó más malparada que la de cualquier villano oriental. Y la egotísima estatua ecuestre de López Portillo existió durante más de una década en Monterrey para sufrir un agravio detrás de otro, hasta llegar a la afrenta máxima de convertirs­e en un chatarrón. Y sin embargo, se echa de menos el trasto de metal, no como héroe patrio, sino como bufonada.

La cosa es que cada vez miramos con menos respeto a nuestros contemporá­neos, y a la vez es posible que algunos de esos contemporá­neos sean cada vez menos respetable­s. ¿Podríamos comparar la respetabil­idad de López Mateos con la de Peña Nieto? ¿La de Manuel Tello o José Gorostiza con la de José Antonio Meade o Luis Videgaray? ¿La de Jaime Torres Bodet con la de Aurelio Nuño? Vaya uno a saber, pues en aquel gabinete también hubo apellidos como Salinas Lozano, Del Mazo y Uruchurtu; pero eso no quita que el presente sea pesado.

Hoy nos parecería una aberración que el campo de los Pumas pasase a llamarse “Estadio Hugo Sánchez”, y sin embargo tenemos en Veracruz el Luis Fuente o en Zacatepec el Agustín Díaz; dos futbolista­s que no le llegan ni a los talones al Pentapichi­chi, quien ha de conformars­e con un estaducho de pasto seco y herboso en Cuautitlán Izcalli. Tal como el campo del Santos, en el que siempre jugó Pelé, se llama Urbano Caldeira; y Pelé hubo de bautizar una ruina de estadio sin futbol que terminó ocupado por posesionar­ios hasta que acabaron por demolerlo.

Desde que nací he vivido en la calle de un general, un río, una flor, un padre de la patria, otro padre de la patria, un compositor, un militar, una reina, un animal, otro compositor y al fin vivo en una casa sin número frente a un camino sin nombre adonde no llega el cartero. Confío en que el progreso no me traiga el pavimento y con él, el nombre de un presidente que pronto esperamos olvidar.

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Estadio Hugo Sánchez en Cuautitlán Izcalli

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