Grullas, grúas
Al pasar la última página de Mil palabras (Debate, 2018) de Gabriel Zaid, me doy cuenta de que acabo de realizar una experiencia insólita: el autor de Campo nudista me hizo leer un pequeño diccionario enciclopédico como si leyera una fábula. Entonces comprendo: el admirable crítico poeta —más un ícono que una persona, porque ha permanecido fiel a la creativa soledad rigurosa— me llevó sin pretextos, sin engatusarme, desde el primer texto (el libro tiene 60 artículos), a la revisión precisa de mil palabras significativas no solo en el universo Zaid sino en el de nuestro idioma y nuestra cultura. Quizá por esta razón la entrada 1 de este lexicón sea un señalamiento humorístico, un piquete de ombligo, una carcajada amigable, sobre una cosa mala entre las buenas del feminismo. ¿Quién pondría en duda el hecho fundamental de que las mujeres deben estar en lugares principales en la economía, la cultura y el poder? Por eso nos dice “que una directora se haga llamar la director… no es avance. La lengua admite innovaciones, pero no arbitrariedades”.
De ese primer texto salta a un segundo artículo alrededor de los diccionarios. Tema central en todo el libro. ¿Por qué no tenemos diccionarios tan buenos en español como en inglés? En alusión a Roman Jakobson, la respuesta es: preferimos el placer del texto “en la sucesión feliz” (eje horizontal) y no la pausa necesariamente larga de la selección (eje vertical). En “Acólitos y anacolutos” ya estamos en el mundo histórico y microscópico de los vocablos. Aprendemos que “acólito” es seguidor y que de ahí surge lo que no sigue, “anacoluto”, y que Sigüenza celebró la misteriosa “acolutia” de un salmo, es decir, su inesperada armonía —lo importante en poesía—. Luego nos enteramos, en una progresión del “eje vertical”, que el sustantivo “dollar” viene de México, no es gringo, y que asceta era un experto y que “para los primeros cristianos lo esencial era el amor, no la ascética que fue haciendo del éxito una nueva religión”. Cruzamos los “Avatares kafkianos”, la mofa “Bodoque” —un arabismo y no un mexicanismo—, el “Bricolaje” —practicismo inventivo—; comprendemos mejor la palabra “Cultura” y sorprendidos nos damos cuenta de que algunos de los muy buenos diccionarios son obra de una persona como el Tesoro de la lengua de Cobarrubias o el Diccionario crítico etimológico de Corominas.
Y en medio de la pasión por seleccionar minuciosamente, Zaid divaga sobre las grullas. El poeta se apea del eje paradigmático y, sin abandonarlo, se zambulle en la sucesión, en el tumulto horizontal. Desde la burla de Platón, “el hombre es un bípedo implume”, Zaid nos muestra por qué Manuel José Othón ya traspasó un siglo y sigue vivo en el nuestro. Con una sucesión de aliteraciones sutiles y una palabra inusual como remate, Othón logra un verso extraño y perfecto: “la parda grulla en el erial crotora”. Poseído por el eco del solar silvestre, las grúas en la calle y el demonio vertical, abro mi Corominas.