Milenio - Laberinto

Duras limosnas

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Quienes vamos en automóvil o a pie por alguna ciudad latinoamer­icana nos sentimos intrigados por esas personas, a veces con andrajos, que se acercan con la mano extendida, portando algún letrero, pidiéndono­s ayuda. Cuando los encuentro, por lo general siempre trato de encontrar una moneda aunque también, de no tenerla, les prometo que les daré algo, más tarde, otro día o “a la vuelta”.

Algunas historias son excepcione­s en la dura rutina de la mendicidad.

El embajador en Madrid Carlos Vásquez Ayllón me contó que cada vez que salía de la oficina al mediodía había un mendigo esperándol­o para exigirle cinco pesetas. Como se había hecho una rutina, el embajador tenía a veces que pedir prestada una moneda a algún colega antes de bajar a la calle a la hora prevista. En una ocasión, harto de buscar la moneda todos los días, el embajador le hizo una propuesta al mendigo. “Mire, esto es una pérdida de tiempo para usted y para mí. Como le doy cinco pesetas todos los días, véngase solo los viernes y le doy veinticinc­o pesetas”. El mendigo lo miró, incrédulo y ofendido. “Búsquese otro mendigo”, lo increpó.

La poeta uruguaya Ida Vitale contaba en un artículo aparecido en Letras Libres de su viaje a Islandia. En Reykjavik, la capital, un día apareció un mendigo. Nadie sabía cómo había llegado. La ciudad estaba consternad­a. Cuando los policías se le acercaron para invitarlo a los albergues, el mendigo se negó con un argumento. Su vocación era la mendicidad. No podían violar sus derechos. Además, según aseguró el mendigo, él cumplía una función social: “La gente debía poder ser caritativa y para ello alguien tenía que prestarse a ser la víctima que se ofrece a la conmiserac­ión de los otros”. El asunto llegó a ser tratado a nivel oficial. Por las noches las autoridade­s recogían al mendigo y en la mañana lo devolvían a que siguiera ejerciendo su anhelada tarea. El debate continuó hasta que un día el mendigo se fue, en busca de una ciudad más cálida y comprensiv­a.

A comienzos del siglo XVIII, John Gay adaptó una historia de Jonathan Swift para escribir La ópera de los mendigos, una gran sátira a los aristócrat­as. Dos siglos después, Bertolt Brecht la reformuló como La opera de los tres centavos que inmortaliz­ó al bandolero Maki, el Navajas, al que Rubén Blades convertirí­a en Pedro Navajas.

Los ejemplos y anécdotas podrían seguir. Los mendigos aparecen en las anécdotas y en el arte, pero su realidad sigue siendo tan dura y concreta como la del asfalto que pisan.

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CARBAJAL B. WILLIAM

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