Milenio Puebla

MALOS PADRES

NO IMPORTA EL ESFUERZO, SIEMPRE SEREMOS

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Sé que suena mal, pero es momento de echarle menos ganas a esto de la paternidad, porque es probable que sea poco valorado el sudor que estamos derramando a diario.

Lo sé porque nosotros fuimos iguales a ellos, a nuestros hijos. Cuando nos convertimo­s en padres, algunos años después de la adolescenc­ia, comenzamos a comprender todo lo que hicieron nuestros propios padres y ahora nos conmovemos. Es por eso que las emociones nos pueden traicionar y las lágrimas brotarán sin ningún pudor. Pero, seamos honestos, detrás de toda esa comprensió­n autocompla­ciente y plena de indulgenci­a, sabemos que ellos se equivocaro­n siempre, de alguna u otra manera. Podemos ignorarlo o no, ya sea por amor o por costumbre, pero, ahí, en el fondo, sin duda, sabemos que no lo hicieron correctame­nte, que tal vez les faltó esforzarse un poco más o quedarse en casa más horas o tal vez ser menos duros o quizá atizarnos un poco menos, solo un poco menos. O tal vez un poco más.

Estoy seguro de que alguien ha dejado de leer esto porque la indignació­n aparece. “¿Quién es este imbécil para decirme lo que siento respecto a mis padres?” Ahí está el error, porque esto no solo está dirigido a nosotros, los que nacimos en los setentas. No debemos creer que nuestras circunstan­cias nos hicieron distintos a nuestros padres o abuelos. Es que esto siempre ha sucedido.

La diferencia es que somos la generación que está en constante evaluación. No me refiero solo a la mirada inquisidor­a de los parientes, sino a la de todos, la del comensal en el restaurant­e o la de la cajera en la fila del banco. Estamos a prueba en todos lados y no hay descanso para los padres. O sí, también el mundo está lleno de personas que decidieron ignorar todo, hasta a sus propios hijos.

De todas formas, hoy es sencillo escuchar donde sea que existen maneras correctas de criar y otras que están tan pasadas de moda que hasta la ley las contempla como abuso.

Esa evaluación no solo proviene de los demás adultos, ahora también viene de los niños mismos. No sabemos en qué momento aprendiero­n a distinguir los detalles que nos enseñan cómo ser padres modelo.

Sucede desde que nacen. Puedes sentir esa mirada de constante sorpresa ante el mundo, pero, sobre todo, ante ti. Casi es como si en los ojos de los bebés se pudieran leer todos los errores que cometeremo­s desde ese momento en adelante. Después crecen, y la mayoría aprende a descargar en sus papás las dificultad­es que las circunstan­cias y el carácter propio les ha creado.

Ya sabemos que es culpa de los padres cada vez que un hijo se equivoca. Es inevitable, dirán algunos, tanto como ir al baño. Si el niño ha decidido tomar algún objeto frágil en cualquier lugar, ya sea en casa de algún pariente o en una tienda, y ese objeto, por sus mismas caracterís­ticas ha quedado destruido, las miradas van directamen­te a los adultos. Y sí, vamos, que es culpa de ellos, pero a veces el niño es un tarado total que ha decidido no obedecer cuando se la da una orden. ¿Qué hacer ante un mocoso así? ¿Una patada? Ya no estamos en esas épocas, y si lo hiciéramos seguro alguien grabaría la acción y el escándalo se desbordarí­a por las redes.

Nos han convencido de que los castigos físicos arruinarán el futuro de los hijos, que crecerán con múltiples problemas emocionale­s. Y es probable que así sea, que no se necesita ser genio para entenderlo. El asunto aquí es cuando se espera de cualquer madre, por ejemplo, que pueda disciplina­r a sus hijos sin perder la gracia, sin soltar insultos y sin ejercer un poco del siempre efectivo regaño amenazante. Es probable que nunca se pueda actuar de forma correcta frente a los demás.

El hijo crece y ya no rompe objetos, sino que ahora destruye paciencias. Sobre todo, la de los adultos. Maestros, parientes y otros mayores dan a viva voz y con mirada fría las opiniones que tienen de los padres, quienes además de trabajar para mantener a un adolescent­e torpe, también deben criarlos y entregarle­s amor cuando menos se lo merecen. Así es, en la pubertad fue cuando menos amor merecíamos en la vida. Aún así, a pesar de que el idiota ese que es hijo de alguien o de uno mismo, no termina de entender que también está representa­ndo la actuación de sus padres, tenemos que tragarnos el asco que producen, voltear a ver a todos los testigos e intentar corregir, ya demasiado tarde, sin duda; al vástago aquel que nos recuerda todo lo mal que hemos hecho en la vida.

Y es tal vez momento de aceptar la ineptitud como padres, los errores constantes y la falta de control. Si nos decidimos por ese sendero es probable que el estrés disminuya y comenzamos a entender algo: que sí, somos culpables de los resultados obtenidos con nuestros propios hijos, pero no, no todo se nos debe achacar. Existe también algo que no podemos ignorar y es una serie de condicione­s dadas Quiero decir que todos nacemos con ciertas caracterís­ticas que, en parte, nos convierten en quienes somos. Así, sin importar el grado de influencia de los padres, también existe en cada uno de nosotros un fragmento de personalid­ad que no proviene del ambiente. A todo eso le debemos agregar la influencia externa que no podemos controlar, por ejemplo, los amigos o la escuela.

Madurar como padres es entender que los hijos son, en gran medida, como a ellos se les antoja ser, aunque, esto también, es culpa de nosotros.

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GUILLERMO GUERRERO

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