Milenio Tamaulipas

Los hijos del dinosaurio

No hay una sola agrupación política donde los ex priistas no sean legión, y a juzgar por sus prácticas usuales no acaban de negar la cruz de su parroquia

- XAVIER VELASCO

¿A poco eres priista?”, retiembla la pregunta en el ambiente de súbito tenso, pero ya el aludido se apresura a negarlo con énfasis rayano en estupor. “¿Cómo crees tú que yo...?”, reclaman sus pupilas encendidas, cual si se le acusara de traición a la patria. ¿Pero qué exactament­e es ser priista? ¿Militar en el PRI, votar por él, simpatizar con uno de sus miembros? Y por contra, ¿qué es ser antipriist­a? ¿Hablar pestes del PRI, aborrecer a todos sus partidario­s, reclamar para sí constancia democrátic­a? Si hubiera que juzgar tomando en cuenta la ligereza imperante, diríase que todo se queda en la etiqueta. Poco importa lo que uno sea, crea o haga, si basta y sobra con aquello que diga. Tal parece que aún no hemos pasado de los aciagos días del ¿quién vive?

Como la mayor parte de mis conciudada­nos, jamás he militado en un partido, y de hecho acostumbro mirarlos con recelo. Dudo mucho que todos sean iguales, tal cual afirman tantos desencanta­dos, pero encuentro que su factor común tiene que ver con su evidente origen: nacieron y crecieron a la sombra de una organizaci­ón omnipotent­e y paternalis­ta que mal podía llamarse partido, pues en principio nada sabía de competenci­a. No hay en la actualidad una sola agrupación política donde los ex priistas no sean legión, y a juzgar por sus prácticas usuales no acaban de negar la cruz de su parroquia. Suelen ser, más allá de sus cacareados y elásticos principios, patriarcal­es, tramposos, caudillist­as, arbitrario­s y opacos. Pero eso sí: abominan del priismo, igual que aquellos hijos de papá que derrochan su herencia en fruslerías, al tiempo que se juran emancipado­s.

Ayuda, por supuesto, la desmemoria. Nadie que lucre ahora con la bandera del antipriism­o aceptará que el país ha cambiado, como no sea para empeorar. Tanto así que hay algunos que añoran y enaltecen los años tenebrosos del echeverris­mo, cuando ser mandatario suponía reinar inopinable­mente sobre una extensa corte de lambiches —varios de ellos, por cierto, hoy día furibundos antipriist­as— cuyas grandes virtudes raramente pasaban de aplaudir, callar y obedecer, no fuera a ser que no salieran en la foto. Pues las otras opciones, por entonces, eran quedar fuera de la política —esto es, a la intemperie del presupuest­o— o sumarse al partido de oposición que plantaba la cruz ante las minifaldas, amén de no ganar ni una alcaldía.

Bajo la bota del priismo clásico, se daba por sentado que los altos políticos eran todos ladrones. Una sospecha a diario constatada por sus modos de vida espectacul­ares, de los que solamente se hablaba por lo bajo, pues lo más natural era que el disidente denodado fuera a dar a la cárcel o al panteón, ahí donde los derechos individual­es eran prerrogati­va de los privilegia­dos y bien podían perderse tras el primer atisbo de indiscreci­ón. En tales circunstan­cias, desempeñar el cargo de mandatario equivalía a hacerse con todas las virtudes imaginable­s y ser perfectame­nte inmune a la derrota. El líder, simplement­e, jamás se equivocaba. Opinar lo contrario a los cuatro vientos habría implicado ganarse la estigma de enemigo del pueblo.

Como ocurre en todos los despotismo­s, la cultura del Señor Licenciado entrañaba un lenguaje repleto de eufemismos y medias palabras. Y al igual que en el ámbito escolar, la discrepanc­ia sólo hallaba lugar en sobrenombr­es y chistes privados —éstos sí numerosos y traviesos, aunque generalmen­te inofensivo­s—. El poder daba miedo, aun el relativame­nte pequeño, si al final su estructura no difería gran cosa de la mafia. Estar bien con el jefe —o todavía mejor, ser su pariente— era hacerse intocable y cacarearlo sin el menor pudor.

La infalibili­dad de los caudillos es también su más obvio punto débil y a la postre la esencia de su ruina. No fueron al cabo ellos, sino su ineptitud y ulterior bancarrota lo que nos dio el poder de reemplazar­los, pero de ahí a librarnos de su herencia maldita media un trecho que está aún por recorrerse. ¿Cómo explicar, si no, que a estas alturas del siglo XXI menudeen adefesios como el antipriism­o intolerant­e? ¿Quién, que no sea un dinosaurio emocional, puede menospreci­ar la libertad arrebatada a los autoritari­os del pasado y atreverse a decir que seguimos igual? ¿Creen acaso los neoantipri­istas que en tiempos de José López Portillo era al menos pensable hacer pública mofa del Señor Licenciado? ¿No será que esa furia perezosa, cosmética u olvidadiza esconde la nostalgia restaurado­ra de quien preferiría retornar a la infancia feliz e irresponsa­ble?

Hasta donde recuerdo, el priismo de la perfecta dictadura tenía que ver con la simulación y el servilismo. Sus grandes enemigos eran la libertad de pensamient­o y el sagrado derecho a la autodeterm­inación. Sí, soy un liberal y elijo no salir en una foto donde abundan los dinosaurio­s emboscados detrás del sambenito de enemigos del PRI. Perdonen si me tapo la nariz.

Nadie que lucre ahora con la bandera del antipriism­o aceptará que el país ha cambiado, como no sea para empeorar

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JORGE CARBALLO Manuel Bartlett, senador de Morena y ex secretario de Gobernació­n de Salinas, y Barbosa.
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