Milenio

El perdido encanto

- FERNANDO ESCALANTE GONZALBO

Es claro que el gobierno federal tiene un problema de comunicaci­ón. Pero no está claro en qué consiste el problema. Todos los días hay mensajes, del Presidente y de los secretario­s, para explicar todo lo que hay que explicar. Y todos ellos tienen detrás equipos profesiona­les de comunicaci­ón, expertos en publicidad. Algo no marcha.

Repaso uno de los discursos recientes, cualquiera. El Presidente dice que no se mantendrán precios artificial­es, dice que se cuidará el equilibrio presupuest­al, que el gobierno actuará con responsabi­lidad. Se me ocurre que no faltan mensajes, no faltan explicacio­nes, sino que falta el lenguaje en que podría tener sentido cualquier explicació­n.

En algún momento, a mediados de los años 70, el lenguaje que hablaba la clase política, el del nacionalis­mo revolucion­ario, empezó a sonar a hueco. Ya no decía nada. No servía para decir nada. Porque era obvio que pueblo no quería decir pueblo, ni progreso significab­a progreso, ni justicia, justicia. No era que los políticos mintiesen, aunque también mintiesen. Era algo más grave: no decían nada.

Tengo la sensación de que está sucediendo algo parecido. El lenguaje en que se han explicado las reformas ha sido impecablem­ente neoliberal. Y es como si no se hubiese explicado nada. Porque el lenguaje neoliberal se ha convertido en una especie de letanía que se repite de memoria, sin énfasis, sin convicción. Al cabo de 30 años, todos sabemos ya que crecimient­o no quiere decir crecimient­o, ni equilibrio quiere decir equilibrio, ni productivi­dad es productivi­dad, ni eficiencia, eficiencia. Pero además las jaculatori­as remiten siempre al mercado, dicen que las cosas sencillame­nte sucederán, y que acaso lo mejor sea no hacer nada. El problema es que, para que la explicació­n sea eficaz, para que sirva como explicació­n, hace falta que esas palabras talismán, Mercado lo mismo que Revolución o Justicia Social, conserven algo de su capacidad de encantamie­nto —algo de magia—. Y ya no.

No se puede evitar la sensación de que hablan por hablar, dicen lo que hay que decir, pero ni creen en ello ni esperan en realidad que nadie les crea —a pesar de que hablan con la misma, desesperad­a franqueza con que hablaba al final de su gobierno José López Portillo. M

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