El perdido encanto
Es claro que el gobierno federal tiene un problema de comunicación. Pero no está claro en qué consiste el problema. Todos los días hay mensajes, del Presidente y de los secretarios, para explicar todo lo que hay que explicar. Y todos ellos tienen detrás equipos profesionales de comunicación, expertos en publicidad. Algo no marcha.
Repaso uno de los discursos recientes, cualquiera. El Presidente dice que no se mantendrán precios artificiales, dice que se cuidará el equilibrio presupuestal, que el gobierno actuará con responsabilidad. Se me ocurre que no faltan mensajes, no faltan explicaciones, sino que falta el lenguaje en que podría tener sentido cualquier explicación.
En algún momento, a mediados de los años 70, el lenguaje que hablaba la clase política, el del nacionalismo revolucionario, empezó a sonar a hueco. Ya no decía nada. No servía para decir nada. Porque era obvio que pueblo no quería decir pueblo, ni progreso significaba progreso, ni justicia, justicia. No era que los políticos mintiesen, aunque también mintiesen. Era algo más grave: no decían nada.
Tengo la sensación de que está sucediendo algo parecido. El lenguaje en que se han explicado las reformas ha sido impecablemente neoliberal. Y es como si no se hubiese explicado nada. Porque el lenguaje neoliberal se ha convertido en una especie de letanía que se repite de memoria, sin énfasis, sin convicción. Al cabo de 30 años, todos sabemos ya que crecimiento no quiere decir crecimiento, ni equilibrio quiere decir equilibrio, ni productividad es productividad, ni eficiencia, eficiencia. Pero además las jaculatorias remiten siempre al mercado, dicen que las cosas sencillamente sucederán, y que acaso lo mejor sea no hacer nada. El problema es que, para que la explicación sea eficaz, para que sirva como explicación, hace falta que esas palabras talismán, Mercado lo mismo que Revolución o Justicia Social, conserven algo de su capacidad de encantamiento —algo de magia—. Y ya no.
No se puede evitar la sensación de que hablan por hablar, dicen lo que hay que decir, pero ni creen en ello ni esperan en realidad que nadie les crea —a pesar de que hablan con la misma, desesperada franqueza con que hablaba al final de su gobierno José López Portillo. M