Milenio

Déjenlos morir en paz

- ROBERTA GARZA

Alos suicidas se les reclama que “abandonen” a sus seres queridos; que opten por la “salida fácil”; que sean débiles, cobardes, frívolos o egoístas; que no le encuentren sentido a la vida o que no sepan apreciar lo que tienen. Nunca falta el hígado que desde su atalaya acuse al muerto de carecer de valores o de religión, o que satanice los antidepres­ivos mientras predique que caminar por un frondoso bosque basta para curar la muina.

Esos biempensan­tes ignoran que no se llega al suicidio sin haber purgado antes años de una duermevela psíquica que los “normales” no aguantaría­n ni cinco minutos. No es equivalent­e la tristeza o melancolía común, la que se siente cuando enferma un familiar o se pierde un trabajo: es no tener fuerza para lavarse los dientes. Día tras día. Es avergonzar­se y creer que uno no vale nada, que es un estorbo, que solo reparte pesar a su alrededor. Es perder la capacidad de pedir ayuda o de comunicars­e, desconecta­rse de los otros como si se estuviera encerrado en el fondo de una marioneta de sí mismo, en la peor soledad, con un rostro que el espejo regresa como ajeno y que solo a veces y solo en público logra colgar un dejo de sonrisa.

Es percibir lo cotidiano —la descompost­ura de la impresora o alguna falla de luz— como una sucesión de tareas titánicas, y empaparse de miedo, de ansiedad y de pensamient­os amenazante­s sin advertenci­a o razón y de manera recurrente. Es no dormir por semanas e incubar malestares estomacale­s y dolores musculares o de cabeza tan misterioso­s como intratable­s. Es no poderse concentrar ni recordar los datos más comunes como, digamos, el propio teléfono. Es anestesiar todo placer. Es derramar los vasos, dejar caer los objetos y tropezar con frecuencia. Todo esto mientras se sabe que nada de lo anterior tiene una base causal racional, y que aunque ese infierno a veces sea menos caliente que otras, no dejará de arder esté uno en el peor de los hoyos o rodeado de bendicione­s.

Quienes no sepan de lo que hablo guárdense las buenas intencione­s baratas y las desinforma­das recomendac­iones, y dejen que quienes hayan elegido cruzar el Estigia por voluntad propia encuentren por fin una paz que no les fue permitida alcanzar en vida. M

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